viernes, 28 de diciembre de 2012

los trujillanos y la independencia

Para saber de los actos y entretelones acontecidos antes y después del 29 de diciembre de 1820 en Trujillo, debemos recurrir, invariablemente, a Anales del Departamento de La Libertad en la Guerra de la Independencia, la obra mejor informada y documentada sobre este proceso clave en la emancipación americana. Su autor, el ilustre huamachuquino Nicolás Rebaza, tuvo la oportunidad  de conocer de primera fuente los testimonios de varios protagonistas de esa gesta, así como el acceso a diversos documentos que hoy, lamentablemente, se encuentran perdidos. Escrito entre 1895 y 1897 y publicado en este último año cuando el doctor Rebaza ya había fallecido, es una obra que todo trujillano culto debería leer, pues si bien son hechos acontecidos hace doscientos años, la implicancia de los mismos sirven para reflexionar sobre el país que quisimos formar y aún no lo logramos consolidar.
 
La edición que poseo de los Anales... es de febrero de 1971, impresa en Trujillo —en los talleres de Edigrafi, en la avenida Moche— con introducción de Héctor Centurión Vallejo y un prólogo breve de Ricardo Palma. Si bien no tengo pruebas, motivos o intenciones de refutar las tesis del autor —tamaña insolencia de un aficionado a la historia hacia un historiador de polendas— me parece, sin embargo, que el libro peca de ofrecer una visión condescendiente y laudatoria de la población trujillana, cayendo en generalizaciones que particularmente me cuestan digerir, aún cuando los hechos le dan toda la razón al autor. Cómo fue que el trujillano criollo, orgulloso de su estirpe y linaje español, abrazó con entusiasmo la causa de la libertad es una pregunta que Rebaza no logra responder a cabalidad. Cita como argumento que todos los pueblos, llegado el momento, alcanzan la madurez y buscan entonces liberarse de sus mayores y conducir sus acciones bajo la libre determinación, como aconteció, por ejemplo, en los Estados Unidos, pero ¿bullía en el trujillano de ese entonces esos genuinos deseos de libertad? Eso es algo que me cuesta creer por los siguientes motivos:
 
A. Desde 1535 —año de fundación de la ciudad de Trujillo— a 1820 nunca se produjo un solo movimiento insurgente en todo el norte del virreinato. Todos los movimientos acontecidos previamente en el Perú se desarrollaron en el centro y sur del Perú y a todos los movía un componente de reivindicación en torno a la figura del indio o del pasado incaico. Eso sucede con la insurrección de Santos Atahualpa en la ceja de Selva, Túpac Amaru en el Cusco, Túpac Catari en La Paz, con Aguilar y Ubalde también en el Cusco y con Pumacahua (quien combatió a Túpac Amaru con estandarte realista décadas atrás) y los hermanos Angulo en Arequipa.
 
B. Trujillo era una urbe cuyas calles y costumbres eran una réplica de cualquier villa española. Muchos chapetones se afincaron aquí por encontrarla similar a su madre patria. Ninguna sociedad tan goda como la trujillana virreinal, de ahí que les chantaran el mote de ‘pantorrilludos’, a decir de Ricardo Palma. 
 
C. Si realizamos un análisis sociológico de Trujillo en 1820, encontraremos que sus vecinos eran personas de mentalidad cerrada, prejuiciosas y de poco trato amical. Una clase orgullosa de sus títulos nobiliarios —netamente españoles— y cuyo comportamiento jerárquico había dividido al pueblo en diferentes estratos. Una enorme muralla con sus cuatro portadas —Huamán, Mansiche, Moche y la Sierra— dividía al mundo indígena del hispano. Una sociedad entregada a las apariencias —no había peor mácula que carecer de peculio—, siempre ostentosos, incluso para asomarse a la ventana. Organizaban grandes saraos y pomposas actividades sin nunca atreverse a salir del perímetro de lo que hoy es la avenida España. Las contadas ocasiones que salían de los muros eran para pasear en la campiña de Moche o refrescarse en el mar de Las Delicias. El principal pasatiempo era el chisme y estar al tanto de la vida de los demás. Tan poco dados a controlar sus lenguas, las denuncias por ofensas y difamaciones eran tinta común en las dependencias.
 
D. No existen pruebas o registros de que los trujillanos formaran logias o se reunieran en secreto, conspirando en busca de la libertad, como sí sucedía en ese entonces en Lima y quizá en otros puntos del virreinato. Es cierto que nuestros mayores, debido al tiempo libre en exceso —ya que los indios trabajaban por ellos— eran dados a la lectura, pero era muy difícil que tuvieran acceso a las obras de Voltaire, Rousseau, Montesquieu y otros representantes de la Ilustración Europea y por ende a las ideas cuestionadoras del orden monárquico o del absolutismo. El único claustro donde se podían intercambiar algunas ideas reaccionarias era en el colegio San Carlos y gracias a uno que otro docente como José Faustino Sánchez Carrión. Salvo el nombre anteriormente mencionado y el chachapoyano Antonio de Andueza, Trujillo no aportó preclaros intelectuales en el proceso de la Independencia. En pocas palabras, antes de noviembre de 1820, en esta urbe no hervían ideas liberales, al menos no grupalmente.
 
E. Los trujillanos eran muy fieles a los mandatos de la Santa Iglesia, al punto que para que una pareja formalizara su noviazgo, debían de gozar primero del visto bueno de los curas, al igual que para la elección de los nombres en la pila bautismal. Muy pegados a las faldas sacerdotales, era obvio también que se dejaran influenciar por sus ideas retrógradas ya que la mayoría de prelados —salvo honrosas excepciones— miraban con malos ojos los movimientos libertarios por temor de perder influencia en el rebaño emancipado, como sucedió tras la Revolución Francesa. Habría que imaginar cuán dramáticas serían las homilías en el púlpito, acusando a los libertos de ser manipulados por el Diablo, causando graves impresiones en la crédula feligresía.   

F. Las guerras de independencia ni en Buenos Aires o Caracas contaron con el apoyo al cien por ciento de la población. Todas fueron iniciativas de españoles nacidos en estas tierras, la mayoría de una posición muy acomodada, tanto que resulta irrisorio hablar de ‘tiranía’ o de ‘yugo de la esclavitud’. Se trataba del anhelo de varios criollos por conducirse sin ningún tipo de injerencias de la madre patria, pero es bastante probable que no siempre contaran con mayoría absoluta. Podría afirmar que para 1820 la opinión pública peruana —en la que los indios, negros y mestizos no contaban— estaba dividida entre ‘patriotas’ y ‘realistas’, es decir dos facciones enfrentadas en lo que a todas luces fue —y nadie menciona— una guerra civil. Si echamos números, en las batallas de Junín y Ayacucho hubo más soldados peruanos en las tropas realistas que en las patriotas que, encabezadas por el Mariscal Sucre, eran una amalgama de colombianos, venezolanos, argentinos, chilenos y ...un porcentaje de peruanos. 

Con todos estos argumentos resulta difícil creer que los trujillanos hayan acogido el ‘entuerto’ de la independencia con tanto entusiasmo y en el transcurso de un mes, desde que José de San Martín estableció contacto epistolar con el Marqués de Torre Tagle —noviembre— y cuando el Marqués, rodeado de varios vecinos notables de la ciudad, se decidieron por la libertad en lo que hoy es la Casa de la Emancipación —24 de diciembre—. Mi argumento de simple aficionado al asunto es que todos estos prohombres más que motivados por una genuina motivación de despercudirse de la Corona, los motivaron otros intereses políticos y económicos. Era sabido por ellos mismos que la Guerra de la Independencia ya había rendido sus frutos en el Río de la Plata y en Chile en el sur, había liberado a la Gran Colombia por el norte y que irremediablemente el virreinato del Peú correría el mismo destino. Entonces, no acomodarse ante el Nuevo Orden que se avecinaba, era pues quedarse afuera de un proceso de reforma en los que nuevos poderes e intereses estarían por surgir (y repartir).

Vale reconocer sin embargo que, una vez declarada la Independencia, nuestra urbe se entregó en cuerpo y alma a la causa emancipadora ya sea con recursos pecuniarios —de los bolsillos de muchos vecinos— o con soldados, formándose un batallón, llamado justamente ‘Trujillo’, que peleó bajo las órdenes de Sucre en la batalla de Pichincha que le dio la libertad a la Audiencia de Quito en 1822. De Trujillo salieron combatientes para luchar —y masacrar— a los vecinos de Otuzco (batalla de Urmo) y Moyobamba (batalla de Higos-Surco) por negarse a abandonar su filiación realista. Es cierto también que a pesar de su prosapia española, después del grito de libertad no hubo ni un intento de marcha atrás o algún movimiento pro-realista en este suelo como si las hubieron en Cajamarca, Cajabamba y la propia Arequipa (poblaciones a las que Simón Bolívar despreciaba, calificándolas de ‘Godas’).     

“Hay que cambiar todo, para que nada cambie”, se repite en El Gatopardo de Lampedusa, donde una noble familia observa impávida los cambios que traerá a Sicilia la guerra por la unificación italiana, la premisa en Trujillo funcionó como anillo al dedo, al punto que conseguida la independencia, los trujillanos continuaron con sus habituales costumbres, el mismo abolengo, la misma cucufatería, el mismo boato, y los indios, negros y mestizos continuaron siendo los mismos marginados.

La figura virreinal se mantiene hasta hoy.                         

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