sábado, 10 de mayo de 2014

madres de papel

Úrsula Iguarán vivió entre los ciento quince y los ciento veintidós años de edad. No sólo madre de tres hijos, crió a otros dos —una supuesta sobrina y un nieto bastardo— como propios y fue abuela de varios nietos, bisnietos y tataranietos. Aparte de soportar los proyectos inverosímiles de su esposo y su demencia posterior, la matriarca fundó una comarca que con los años se convirtió en pueblo, volviéndose sin proponerlo en la personalidad más influyente, en la autoridad principal sin necesidad de nombramiento. Úrsula es el personaje más relevante de esa portentosa y desbordante novela titulada Cien Años de Soledad; quizá sea una de las figuras maternales mejor concebidas en la literatura universal.

Si bien el concepto ‘madre’ es asociado por el común de las personas con amor puro y sublime, o de sacrificio y abnegación, cierto es que los escritores pocas veces se han detenido en elogiar las bondades de la naturaleza maternal —en ese sentido la figura paternal ha sido menos maltratada—, la mayoría de veces los libros de ficción se esmeran en retratarlas como personas celosas y posesivas, egoístas y manipuladoras, para quienes sus retoños si no son un estorbo, son los medios para alcanzar sus más caras ambiciones. No es un secreto que para los lectores el mal es más atractivo que el bien y esbozar un perfil de madre que va contra los estereotipos propios de su condición resultan más interesantes.    

En los trágicos autores de la Grecia Clásica encontramos madres para todos los gustos. En Las Troyanas Eurípides describe el sufrimiento de diversas mujeres tras la destrucción de Ilión y la muerte de sus esposos, hijos y hermanos. La reina Hécuba, viuda de Príamo, soporta además que su hija Casandra se convierta en trofeo de guerra del victorioso Agamenón y Andrómaca, la viuda de Héctor. Se ve obligada a entregar a su hijo menor a los griegos, quienes lo asesinan temerosos de una futura venganza. El mismo Eurípides en Medea, retrata a una progenitora irracional quien a verse ultrajada por Jason, el hombre al que ama, asesina a sus propios hijos en venganza. Este argumento luego sería plagiado por Ricardo Palma para dar a luz a una de sus más cruentas tradiciones.

Sófocles en Edipo Rey nos muestra a Yocasta como la madre objeto del deseo, puesto que su hijo —sin saberlo— termina casándose con ella. En Electra, del mismo autor, Clitemnestra —hermana de Helena— asesina a su esposo Agamenón tras su regreso de Troya por haber ofrecido en holocausto a su hija Ifigenia y también por llegar con concubina (Casandra) y también para quedarse con su trono para compartirlo con su amante Egisto. Posiblemente Shakespeare si inspiraría en ella para concebir a Gertrudis, la madre de Hamlet (como que la revanchista reina Tamora de Titus Andronicus también se parece un poquitín a Medea).

‘Madres’ más contemporáneas y no por eso menos tiranas, tenemos a la Bernarda Alba de Federico García Lorca, quien al quedarse viuda, su rigurosidad y cruel interpretación de las normas sociales de la España de principios del siglo XX desencadenará la infelicidad de sus cinco hijas. Bertold Brecht por su parte con Anna Fierling de Madre Coraje nos muestra como se subvierten su escala de valores a consecuencia de la guerra, al punto de considerar más importante los negocios que la supervivencia de su progenie.

Tenemos también a las madres que reniegan de la maternidad y se desprenden de sus vástagos. Nora en Casa de Muñecas de Henrik Ibsen y Doña Bárbara de la novela homónima de Rómulo Gallegos. La primera deja al marido e hijos como una forma de escape y la segunda quien pare a una hija que desprecia y se la entrega al varón que la preñó. Ana Karenina de Leon Tolstoi y Madame Bovary de Gustave Flaubert son más frívolas y abandonan a sus crías por un mal amor o por disfrutar de placeres no propios de damas de sociedad.

Mamá ‘buena’ y sacrificada —y muy conveniente para el socialismo soviético— la encontramos en Pelagia de La Madre (Máximo Gorki), la señora proletaria que luchará junto con su hijo Pavel por los derechos de los trabajadores. Otra mamita buena es la que aparece en la novela biográfica de Teresa de la Parra Memorias de Mamá Blanca (novela que leí en mi niñez) donde la autora nos entrega un relato cándido de la vida de su progenitora en la hacienda Piedra Azul junto a su padre y cinco hermanas.

La literatura peruana no es muy prolija en personajes maternales. Se me ocurre el cuento Más allá de la vida y la muerte de César Vallejo —quien amó mucho a su viejita y le sacudió su pérdida— al punto de dedicarle un cuento donde acude a su villa natal en la que su progenitora ha muerto hace años, pero al llegar es ella quien lo recibe sorprendida diciéndole que quien lleva muerto buen tiempo es el propio autor por lo que rompe a reírse con todas sus fuerzas.  

Cierro la recopilación con las madres putativas, las que no engendraron pero criaron a los críos ajenos con singular abnegación. La tía Tula de la novela homónima de Unamuno quien cuida como propios a los hijos de su hermana (y no cede a la pasión que siente por el viudo de ésta) y la tía Tita de Como agua para chocolate (Laura Esquivel) donde para liberar a su sobrina del destino que ella le tocó sufrir —de quedarse soltera para servirle de compañía a la bruja de su madre— decide, gracias a sus virtudes culinarias, despacharse a su propia hermana haciéndole sufrir severas flatulencias.   

1 comentarios:

Necia dijo...

ja! y no era para menos: tita tiene que consentir en que la hermana se case con su novio, que vivan en la misma casa y luego tiene que alimentarlos de por vida, pues la jode convirtiendola en vieja pedorra y al final la mata

las cocineras somos bravas, carajo! no se metan con nosotras porque podemos convertirlos en pedorros, caca sueltas o los matamos! jajajaja