Nunca
se supo de quien se trataba. No hubo tampoco miserable a quien culpar. Sólo
especulaciones, conjeturas, chismes de tías que tuvieron mucha repercusión en
la prensa audiovisual y escrita. Era el verano de 1999 y Lima estaba
conmocionada por los escabrosos titulares. Un asesino en serie merodeaba por
los cerros, procurándoles cruel muerte a varias jovencitas. El hecho de que los
cuerpos de las víctimas fueran desfigurados al extremo de imposibilitar su
identificación, empantanaba las labores de la policía.
Sin
vestigios para hacer un identikit, se suponía que se trataba de un hombre
agraciado y galante, entre los veinte o treintitantos, que se valía de su
atractivo para abordar y seducir a sus presas. Todos los fines de semana
merodeaba, como ave de rapiña, por los conciertos de música vernacular. Su
objetivo siempre presentaba las mismas características: mujer joven, mestiza,
podía ser una adolescente o una joven que no superase los veinte años, de metro
cincuenta de estatura, con la mirada cargada de melancolía. Entre bailes y
canciones le hacía beber, seco y volteado, toda la cerveza del mundo. Su
palabreo inflamado avivaba el dolor de la provinciana desarraigada, almas
extraviadas sin la fuerza telúrica de la cordillera, condenadas a sucumbir ante
la vorágine de la metrópoli. Vaya uno a saber de qué hipnótico poder se valía.
Las muchachas salían con él y con la mayor docilidad aceptaban trepar por
senderos de difícil acceso, tortuosos y estrechos, donde sólo es posible subir de
manera voluntaria.
Llegados
a su destino, la muchacha, sin ningún tipo de forcejeo, era despojada de sus
prendas —así lo demuestran las ropas halladas— quedándose en calzón y con los
pechos descubiertos. Postrada de rodillas, la cabeza de la pobre era golpeada con
inmensos bloques de piedra hasta dejarla totalmente destrozada. Nunca se
estableció si el asesino trabajaba solo o formaba parte de una secta. Tampoco
cual era el móvil de los brutales asesinatos. La hipótesis más razonable argüía
que se trataba de sacrificios rituales, una costumbre perdida y pagana, oriunda
de algún rincón de los Andes. La prensa llegó a contabilizar hasta ocho
cadáveres en los cerros de Lurigancho y Carabayillo y bautizaron al sanguinario
personaje como el ‘monstruo de los cerros’. Elementos grandilocuentes para
construir un mito que aterrorizó a los limeños por varias semanas.
Ha
pasado una década y todavía me cuesta creer que el asesino de las piedras
gordas no haya existido en realidad, que los peruanos fuéramos tan ingenuos y
nos dejáramos engañar por las supuestas andanzas de un serial-killer de
ficción. Lo más macabro del asunto es que fue el propio gobierno, en
contubernio con los medios de comunicación, el inventor y difusor del cuento. Hoy
en día los conocemos como ‘estrategias psicosociales’ y sabemos que Sigifredo
Luza y Vladimiro Montesinos tramaron el entuerto, alumnos aventajados de
Goebbels quien afirmaba: “mientras más grande la mentira, más fácil que la
gente lo crea”.
En
la última etapa del Fujimorato, la podredumbre mediático llegó a este y otros
extremos. Las vírgenes que lloraban dieron paso a boas de cuarenta metros en
Maynas, los talk-shows de Laura Bozzo y Mónica Chang, los cómicos ambulantes, la
tecnocumbia y las ‘movidas de los sábados’, los ampays de Magaly Medina. Toda
una forma de ofrecer televisión ‘basura’ a cargo de broadcasters vendidos e inescrupulosos
como los Winter, los Crousillat, los Vera, los Schutz. Fue también la era de la
prensa ‘naranja’, la de los ayayeros del Chino —los Olaya, Wolfenson Calmet—, la
que destruía, minimizaba o ridiculizaba a los opositores del régimen. El
objetivo consistía en embrutecer al peruano promedio, en convertirlo en un
personaje manipulable, despojado de todo sentido crítico, incapaz de comprender
lo que pasaba delante de sus narices.
El
ingeniero Fujimori cometió muchas faltas gravísimas —tirarse la plata de las
privatizaciones—, pero nada se compara con haber elaborado toda una estrategia
para envilecer a la masa, corrompiéndola moral y culturalmente de manera
sistemática. Los vestigios de su perversión y degradación social todavía nos
persiguen.
Sólo
por ese crimen de lesa humanidad, el Chino merece podrirse en la cárcel y todos
los remanentes del fujimorismo impedidos de ejercer administración pública,
extirpándolos de cualquier proceso electoral. Sin embargo, no es difícil
suponer que Keiko, cuyo único mérito es ser hija de su padre y quizá custodia
de sus secretos bancarios, será candidata en 2011 y de ganar, seguro su primera
acción será indultar a su padre, de la misma forma como el Poder Judicial de
Fujimori indultó oportunamente a Alan García de los cargos que tenía con la
Justicia... Esto no es una ficción fruto de la imaginación de Montesinos y
Luza, es una escalofriante —y vergonzosa— realidad.
En
el Perú aquello de: “los pueblos que no tienen memoria están condenados a
repetir su historia”, es como nuestro padrenuestro.
4 comentarios:
Muy buena historia, me gustó donde pusiste el dicho de Goebbels y sobre todo lo de Keiko fácil en el 2011 lo libera a su viejo y defecan nuevamente al Perú.
Qué raro, yo no he suprimido ningún comentario... ¿No te habrás hueveado tú, mi querido Atomizer?
Eso de que Alan, lo de Keiko es cantado, indultará al chino (como escucho repetidas veces ultimamente) teniendo como trasfondo el hecho de que el chino indultara a Alan me hace creer que todo esto es parte de un "hoy por mí, mañana por ti" muy elaborado.
¿O serán paranoias mías después de empujarme el libro de Luza?
Recuerdo esta historia muy bien, esta infeliz entidad no es nada comparado con los maníacos de Dnepropetrovsk, si se comparan, el peruano se ve demasiado sano.
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