sábado, 11 de abril de 2009

réquiem a semana santa

Cada Semana Santa el templo de mi barrio luce más abandonado. Ya nadie quiere orar, nadie tiene piedad. Los días de guardar se han convertido en días de desenfreno y fornicación. El año pasado sólo cinco devotos escuchamos el sermón. Este año, nos redujimos a dos y ante tan pesado vacío, el padre Cipriano nos encomendó a que nos fuéramos a casa, diciéndonos que Dios estaba muerto y ya no iba a resucitar. Mi pena era grande pero no se comparaba a la del sujeto barbado, de ropas ensangrentadas y corona de espinas sentado a mis espaldas. Cargó su pesada cruz y salió del templo a paso vencido. Nunca más se asomó por mi pueblo. 



Como buen iconoclasta, no me afecta que la devoción de los dizque católicos se vaya cada año un poquito al carajo, menos que la Iglesia esté urgida de estrategias marketeras que les impida perder feligresía en sus fiestas de guardar. La Semana Santa se ha convertido en un largo week-end, y como otras fechas sacras del calendario, está condenada a perder su verdadero significado entre la mayoría de peruanos.   

Entre las décadas de 1970 y 1980, rememorar la crucifixión de Jesucristo todavía guardaba cierto respeto y recogimiento. La noche del Jueves Santo era todo un acontecimiento social. Yo era pequeño y acompañaba a mi mamá —y a un grupo de tías bien emperifolladas— a recorrer las Siete Estaciones (que recuerdan las siete caídas de Cristo camino al Calvario). El tour principiaba en la Catedral y luego seguían los templos de San Francisco, Santa Clara, Del Carmen, San Lorenzo, San Agustín y culminaba en La Merced. El recorrido tenía mucho de constricción —se rezaba el rosario frente al altar— y mucho también de ágape social, pues las doñas aprovechaban para saludarse con medio Trujillo y de chismear a discreción. De ahí que siempre iniciáramos el recorrido a las siete de la noche y se prolongara hasta la medianoche, cuando Cristo ya había sido aprehendido y llevado ante las autoridades del Sanedrín.     

Luego llegaba el Viernes Santo con su atmósfera fúnebre y depresiva, cargada de películas bíblicas, donde la gente permanecía metida en casa, comiendo pescado y sin pasarles por la cabeza cometer actos impuros. La ciudad literalmente estaba ‘muerta’, todos los establecimientos cerrados, sólo las iglesias en vigilia abrían sus puertas, pero con un silencio sepulcral a tono con el sacrificio humano del Señor. Para un párvulo como yo sólo le quedaba pegarse a la pantalla del televisor —el viejo Westinghouse en blanco y negro— y soplarme has cuatro versiones diferentes de la pasión de Cristo, una tras otra, aguardando con extraña candidez que en alguna se salvase de su suplicio en el Gólgota —a través de un indulto de Pilatos o la intervención de los arcángeles o de Tatá Lindo en persona—, pero no, a pesar de que un filme te daba más esperanzas que otro, al final terminabas visionando la misma clavada y abominabas a la chusma que clamaba por su muerte y exigía la liberación de Barrabás (primer brote de antisemitismo en la cristiandad).

A pesar de mi agnosticismo, Jesús, el hombre, el personaje, el revolucionario, siempre me cayó simpático y estoy en paz con él. Comulgo, aunque no lo crean, con muchas de sus ideas... Creo que la institución que toma su nombre sería distinta si hiciera lo mismo.  

En Viernes Santo era imposible pecar. Sólo recuerdo haber pecado una vez en mi infancia y por culpa de mi viejo —el iconoclasta mayor— quien en una fecha como esa no encontró nada de comer en la casa y cargó con toda la familia en la vieja camioneta Opel, recorriendo toda la urbe en busca de un restaurante. Solamente encontramos en una de las esquinas del coliseo cerrado Gran Chimú un puesto de ¡anticuchos! —¿acaso atendido por un súcubo en forma de señora?— y mi padre no tuvo reparos en ofrecerle a sus crías corazón de vaca, mofándose de la costumbre de no comer carne (como si Cristo se reencarnara en una res), sin pensar que Dios me castigaría por el sacrilegio, cortándome la yema de uno de mis dedos con un carrizo extremadamente filoso, lo que me hizo sangrar a borbotones.  

Cuando en 1985 se organizó en Chicama el primer campeonato nacional de tabla, los hábitos de Semana Santa en Trujillo cambiaron para siempre. Mi primera juerga para ese fecha fue en 1987 —Huanchaco, fiesta de fin de verano, preludio del inicio de clases— y luego se sucedieron una serie de fandangos más (inolvidable campamento en la playa de Chérrepe en 1994, al igual que la juerga en Huanchaco con Cuqui, Perico, Carolina y otros primos Díaz en 1997). Sin embargo, si bien me es inevitable tomar mis buenos tragos uno de los cuatro días de Semana Santa, al menos intento bajarle el ritmo los Viernes Santos y buscar, en la medida de lo posible, aislarme en mi propio mundo, buscar alguna radioemisora que programe música propicia con la fecha y no pase publicidad (cada vez más difícil) y reflexionar un poco por el simplemente hecho de estar vivo, de agradecer por haberme permitido llevar una vida que llevo no es un Infierno, tampoco es un Edén —Salvatore Adamo, dixit—, por brindarme una buena esposa y un hijo maravilloso a quien espero inculcarle el disfrute de la serenidad, contemplando las horas pasar sin preocuparse por nada.
La última Semana Santa la pasé —para variar— en Huanchaco, alojado en un hospedaje por la Cancha Naranja junto con mi familia política. Como no soy mucho de playa, el Viernes Santo salí a caminar un poco por el balneario, subí hasta el templo de Huanchaco y lo encontré con las puertas abiertas y sin nada de gente. Desde esa posición observé el horizonte y me sentí solo, feliz, como si formara parte con la infinidad del Universo... Bajé renovado al encuentro de mi suegro y de mi cuñado y juntos los tres seguimos destapando botellas.

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