domingo, 10 de marzo de 2013

tú, claudio

Podemos provenir del mismo útero, tener los mismos cromosomas y hasta compartir la misma placenta —como es el caso de los gemelos— pero jamás seremos ‘iguales’ a nuestros hermanos, de la misma forma como no existen dos copos de nieve idénticos. Rómulo y Remo, amamantados por la ubre de la misma loba, tenían diferencias, Cástor y Pólux también. Me llamo Alfieri Díaz y tengo la fortuna de ser progenitor de dos hijos varones, de dos individuos que según parece van a ser muy disímiles entre sí.

De Alfi me he referido en repetidas ocasiones en esta ‘bitácora personal’. Él y su madre han sido en los últimos siete años los protagonistas de mi vida. Ahora es un colegial y nos vamos haciendo cada vez más cómplices (más yo de él que él de mí). Creo que recién me percaté de que amaba a mi primogénito cuando pasó el umbral del primer año. Antes que eso, seguro lo quería como cualquier varón quiere a su prole, pero llegar verdaderamente a enamorarte de ellos, eso es algo que los padres —a diferencia de las madres en las que el amor maternal es instintivo— nos toma tiempo y adquirimos en el camino.

Llenar mi vida de Alfi me hizo pensar si era probable que un padre pudiera querer de la misma forma a todos sus vástagos. ¿Era posible que yo llegara a amar otro hijo con la misma intensidad que le profesaba a mi vástago? Allá por 2007, cuando formulaba esta hipótesis, pensaba que no y años más tarde, con la llegada de Claudio parecía confirmarse. Era mi hijo, sí, lo quería, por supuesto, pero no lo adoraba en ese momento como adoraba a su hermano. Si dijera que sí sería más hipócrita de lo que de común soy.

Claudio no nació como Alfi por descuido y calentura de una noche. A él lo planificamos tras seis años de estabilidad conyugal antes que económica. Si bien se trató de una decisión bipartita, yo tomé la iniciativa de elegir las mismas fechas en que concebimos a Alfieri, es decir en la primera madrugada sabatina de julio —y también tras una juerga en el Chelsea Pub organizada por estudiantes de Comunicación— para que de nuevo mi esperma fermentada en cerveza fecundara la matriz de mi mujer. Mis cálculos funcionaron, Claudia estuvo de nuevo en estado de gravidez y en las siguientes semanas nos abocamos a la tarea de preparar todo lo necesario para darle la bienvenida a mi nuevo engendro en los idus de marzo.

Mi segundo vástago nació pues —cronométricamente— planificado. Nació varón y con eso le aguó la fiesta a su madre que añoraba una hija mujer (de la misma forma como yo le arruiné los planes a mi mamá). Su revancha, sin embargo, vino cuando ella se le ocurrió llamarlo Claudio, como el emperador de Roma, como el ‘Bombardero de los Andes’. Me pareció buena idea, cada hijo con el nombre —o sello— de cada progenitor, cagándonos en los psicólogos modernos que sostienen que heredar los nombres de los padres hace que sea más difícil para los hijos desarrollar su propia identidad. Como si la genética hubiese complotado, Alfi ha salido físicamente pegado a los Díaz, Claudio en cambio es el rostro de su madre.

Quiso el destino —eso no se planificó— que mis hijos y yo naciéramos colindantes a la misma calle, en Bolognesi, centro de Trujillo. Alfi nació en la cuadra cinco en la hoy extinta clínica Virgen del Pilar. Yo en la cuadra seis en el hospital Belén. Claudio en la clínica Suárez en la cuadra siete. Alfieri nació un jueves a las 7:02 de la mañana. Yo un viernes a las 5 de la tarde. Claudio un sábado a las 2:20 de la tarde.

Las diferencias entre Alfi y Claudio apenas nacidos eran ostensibles. Claudio nació con bastante pelo, Alfi nació pelao como polluelo. De querer lo quise desde que lo vi en la incubadora, con ese amor que siente cualquier mortal por algo propio, que le pertenece y sabe que lleva su sangre.

Con el transcurso de las semanas, las diferencias entre ambos se hicieron más notorias. Alfi con el ‘ojo duro’ como su viejo, Claudio dormilón. Al mes que el primero nació, Claudia entró a trabajar en Adecco y por los avatares de la vida moderna, tuvo que destetar a su hijo de manera brusca y yo tuve que pasar más tiempo en casa para suplir la ausencia materna. Con Claudio las cosas se dieron al revés. Claudia estaba desempleada y yo con doble carga horaria, por lo que cuando llegaba a casa ya encontraba a mi segundo hijo dormido o a punto de dormirse. Quizá por eso mi amor por él crecía de manera muy lenta.

Los meses pasaron y Claudio, como todo bebé, comenzó a manifestar los rasgos de su futura identidad. Para sorpresa de todos, su manera de ser era diametralmente opuesta a la de su hermano mayor. Mientras Alfi desde pequeño era activo, inquieto y de aburrirse fácilmente; Claudio se queda quieto, pensativo, si se le entrega un objeto o un juguete lo contempla por largo rato, siendo un misterio qué conclusiones pueden estar pasando por su mente. Alfi era —es— exageradamente extrovertido. ‘Sonrisa barata’ como lo define su abuela paterna, amante de los amigos y de la calle —este verano he tenido que traerlo ‘amarrado’ a la casa—, producto de esa actividad es que aprendió a caminar cumplidos los once meses. Claudio hace poco ha aprendido a pararse, pero no con la autonomía suficiente. Se moviliza con el andador, aunque estar al aire libre no le llama mucho la atención. Es arisco y desconfiado. No sonríe con nadie que no sea de su entorno familiar. Su primera sonrisa la esbozó pasado los tres meses y en un principio sólo lo hacía con su abuelo Memo.

Ambos son, como se puede ver, hermanos opuestos, el agua y el aceite, el alfa y el omega. En ellos se repiten los caracteres de mi hermano mayor y yo. Alfieri es histriónico y pat’eperro como su tío Gonzalo, Claudio, introvertido y pensador como yo. La misma historia pero con otro elenco.

Alfieri ha dado muchas muestras de ser despierto e inteligente, pero en eso Claudio ha sido más precoz. Hace un par de semanas, en una mañana de resaca —tras el octogésimo cumpleaños de mi tío Lucio— el ruido que el bodoque cometía calzado en su andador me sacó de mi sueño etílico. Sucedía que la puerta abierta del ropero aprisionaba su paso y él seguía infructuosamente intentando avanzar. Levanté mi mirada y no me decidí entre los efectos de la modorra en intervenir; no fue necesario. Tras cavilarlo un poquito, Claudio se percató que retrocediendo, podía empujar la puerta del ropero con su manita y salir del atolladero. Como se sabía observado por mis ojos perplejos, tuvo la pana de repetir el experimento y mostrarme que no era pura casualidad, él mismo había solucionado el problema geométrico.

Gracias al receso de la universidad en el verano he tenido la oportunidad de que Claudio me conozca un poco más. Ya no rehúye de mis brazos. Ha aprendido a soportar mi presencia invasora en su espacio y quiero pensar que le agrada que me desparrame a su lado, contemplándolo mientras revolotea los bloques lógicos y demás artilugios que para él hemos comprado. De vez en cuando coge uno y me lo entrega en la mano, me mira con sus ojitos dormilones y me balbucea: “pa” o “pa-pá”, siendo al igual que Alfieri su primera palabra.

A estas alturas no sé si amo a mis hijos por igual, pero gracias a que los veo tan distintos, se me hace más fácil darles a cada uno lo que les corresponde, entusiasmado porque sé que cada uno desarrollará distintas habilidades.

Gracias, Claudio, hoy que cumples tu primer año entre nosotros.

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