lunes, 5 de agosto de 2013

cuando no, perú

En 1982 Perú fue sede de tres eventos internacionales: Miss Universo, Festival de la OTI (hace años que no se organiza) y Mundial de Voleibol. Tenía diez años en ese entonces y recuerdo haber visto en Trujillo —en el Gran Chimú— a las selecciones de Holanda, Hungría y Cuba. Perú con Raquel ‘la Chunga’ Chumpitaz, Cecilia del Risco, Anacé Carrillo y unas jóvenes Cecilia Tait y Gina Torrealva, alcanzó un meritorio subcampeonato frente a China, equipo que de lejos era muy superior y desde ese momento la mayoría de peruanos iniciaríamos nuestro romance con el deporte de la malla alta, o quizá se inició antes, en los tiempos de Lucha Fuentes y Akira Kato, pero yo soy muy mocoso para atestiguarlo y opino que los torneos internacionales transmitidos a todo color, sea por Panamericana o América TV, hicieron del vóley otro de los hitos inolvidables de la década de 1980.
 
Siguieron pues las Olimpiadas de Los Ángeles donde fuimos semifinalistas, el mundial de Checoslovaquia y cerramos el ciclo con las Olimpiadas de Seúl. Siempre dirigidas por el coreano Man Bo Park —quedará siempre en la duda si las agarraba o no a cachetadas— a las ya consagradas Tait y Torrealva, se les agregaban Gaby Pérez, Natalia Málaga, Rosa García, Denisse Fajardo, entre otras. La campaña de Perú en 1988 creo que ha sido harto comentada. Hasta ahora se comenta cómo medio país se amanecía para ver a las nuestras ganar partidos épicos contra China —el ‘cuco’ de ese entonces—, Estados Unidos y Japón.    
En la madrugada del 29 de septiembre, Perú enfrentó en la final a la Unión Soviética, que eran las favoritas gracias a la experiencia de dos grandes jugadoras como Irina Smirnova y Valentina Ogienko. Sin embargo, contra todo pronóstico, Perú, con una brillante performance de ‘la zurda de oro’ Cecilia Tait —nombrada luego la mejor jugadora del torneo—, se impuso fácilmente en los dos primeros sets y en el tercero, cuando ganábamos fácilmente 12 a 6 (en ese tiempo los set eran sólo hasta 15 puntos), las soviéticas reaccionaron y no pararon hasta ganar ese set y el siguiente. En el set definitivo, las peruanas contaron hasta con tres match points pero al final tuvieron que contentarse con la presea de plata, las soviéticas ganaron ese dramático set 17 a 15.
Cuál sería mi cara en ese momento, mezcla de rabia y frustración, que mi viejo, que nunca fue fanático del deporte pero sí entusiasta, al punto de sin importarnos el trabajo o el colegio nos hacíamos compañía viendo los partidos a horas prohibitivas, me lanzó una sentencia que para desgracia de la afición se ha cumplido, se cumple y se seguirá cumpliendo: “los peruanos saldremos campeones de forma individual, pero nunca como equipo”.
Después de la campaña de Seúl, el vóley peruano entró en franco declive. Una crisis que se agudizó con la superación de Brasil —y luego de Argentina, Venezuela y hasta Colombia—, la aparición de nuevas potencias en el continente como República Dominicana y la hegemonía de naciones europeas como Italia, Alemania o Turquía, haciéndole la parada a las naciones asiáticas.
Habría pues que esperar largos 25 años para que una selección peruana de vóley —categoría menores— volviera a ser protagonista de un torneo mundial. Dirigidas por Natalia Málaga, que no mete cachetadas como Park pero sí sapos y culebras, Perú comenzó a sorprender cuando vencimos a México, Italia y Taipei. Perder el último partido de la serie frente a Turquía —campeón defensor de la categoría— resultó al final una suerte porque nos puso en Octavos de Final frente a Eslovenia a quien se le derrotó con un contundente 3-0. En Cuartos nos tocó un rival más difícil, Serbia, donde deslumbraba Sara Lozo —quizá la jugadora más bonita del torneo— y tuvimos que esforzarnos más de la cuenta para ganar 3-2 y meternos en semifinales. Mientras tanto italianas, turcas, dominicanas, japonesas —equipos que podían complicarnos más que las ex yugolasvas— quedaban en el camino. Nos tocaba ahora enfrentar a China, el ‘cuco’ de siempre. De nuevo frente a frente un país de 30 millones de habitantes frente a un monstruo de 1300 millones.        
Sin embargo, las acciones comenzaron bien para Perú. Ganamos los dos primeros sets —el primero a ritmo de pichanga—, el tercero lo perdimos peleando y el cuarto lo regalamos. Para el quinto, Alfi que ya se había levantado, me hizo compañía con todo su entusiasmo de sus siete años. Empezaba parejo. Igualados punto a punto hasta que de repente Perú se coloca en un inmejorable 14-10, es decir, tenía el partido en el bolsillo, estadísticamente era poco probable que el triunfo se nos fuera de las manos. No obstante nos pasó. Las chicas comenzaron a errar y las chinas crecieron. De repente, el gesto triunfal se trastocó en un manojo de nervios y permitimos que nos igualaran 14-14. De ahí ya no hubo quien la asegurara más. Empezamos a regalar balones, a pasarlos a la otra cancha en vez de asegurar un punto. Acumulamos cuatro match points pero no tuvimos capacidad de concretar lo que parecía una victoria. Al final nos ganaron 22-20 y los fantasmas de siempre se apoderaron del televisor y de nuestros interiores.
Cómo explicarse una derrota así. Porque a Perú se le quema la torta en el horno, porque ese gusto masoquista de morir en la orilla. La sentencia fatalista de mi viejo hace 25 años rondó —y ronda en mi cabeza— desde la pasada mañana de sábado y el mal sabor no se me quita con nada. Pienso, pues, que formamos parte de una raza perdedora que le tiene miedo a ganar, que no estamos preparados para subirnos al primer puesto, que psicológicamente nos falta superar muchos traumas ya que el síndrome del perdedor es algo que llevamos en los genes.

Ángela Leiva —nombrada la mejor del Mundial—, Rosa Valiente —la mejor de Perú, según mi criterio— y compañía demostraron que talento le sobra a la selección y nos hacen creer que al menos tenemos plantel para hacer la lucha en los torneos que vendrán en el futuro, pero igual que esta triste lección nos sirva de una vez por todas que ser las mejores no basta, hay que creerlo, interiorizarlo con uno misma y no derrumbarse cuando falta tan poco para alcanzar el objetivo final.
Yo no cuestiono el trabajo de Natalia que mucho protagonismo tiene en esta campaña agridulce, pero quizá se necesita algo más que una buena carajeada. Se necesita, además,  un psicólogo —acaso un psquiatra— que nos enseñe de una buena vez por todas a ganar.          

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