domingo, 10 de agosto de 2025

yungay y la furia del huascarán

Siempre creí que Santo Domingo de Yungay se ubicó a las faldas del Huascarán. La verdad es que se hallaba en un valle plano, a una veintena de kilómetros en línea recta. Creía también que Nueva Yungay era un pequeño asentamiento, remedo de lo que fue alguna vez, a considerable distancia de donde cayó el aluvión. El pueblo, capital de provincia, ha crecido hasta colindar temerariamente con los terrenos siniestrados, expuesto a la peor consecuencia si es que la desgracia volviera a acontecer. Pocos de los supervivientes de 1970 se afincaron en el lugar. La mayoría emigró y familias de otros lares —y de otra prosapia— se les invitó a repoblar las inmediaciones. Hoy se extiende a ambos lados de la carretera y supera con creces en tamaño a la original, pero su moderna infraestructura carece de su antigua hermosura. Cuenta, incluso, con un estadio de fútbol de tribuna celeste donde el Deportivo La Perla Negra juega de local.

El tour a la laguna de Llanganuco parte de Huaraz y pasa por Carhuaz, famoso por sus helados artesanales. Los más reputados son los de Porvenir, en la plaza principal. Los visitantes hacen cola para degustar los sabores tradicionales y otros exóticos como el de palta, cerveza, rocoto, etc. El Callejón de Huaylas se extiende por 180 kilómetros, encajonado entre las cordilleras Negra y Blanca. Desde Carhuaz a Yungay la carretera transita en medio de ambas, en un terreno verde donde predominan los maizales entre otros sembríos.

Para llegar a la laguna, se atraviesa Yungay, se sube por una pendiente hasta que se interrumpe el asfalto y se sigue por una vía afirmada y serpenteante que desde lo alto te permite una vista maravillosa de todo el valle. Tras una hora de dar vueltas por las laderas, arribas a la entrada del Parque Nacional de Huascarán, patrimonio cultural de la humanidad desde 1985, con una veintena de nevados que superan los seis mil metros, más de cuatrocientas lagunas y bosques tupidos que albergan pumas, zorros, osos de anteojos y otras especies en peligro de extinción.

Llanganuco se encuentra a los pies del Huascarán. El paisaje es magnífico. Aparte de bloqueador, es recomendable echarse repelente por los insectos que pican y sacan ronchas. Las aguas de la laguna son turquesas y permite que en las orillas se pueble de totorales. Su belleza atrae a turistas que, a un precio módico, pueden trasladarse en bote. El remero que paseó a mi familia nos comentó que recibe una buena paga por los treinta paseos que realiza al día. Nos habló también de su origen mítico. El dios Inti tuvo una hija llamada Huandy quien se enamoró de un mortal, un soldado plebeyo de nombre Huáscar. Cuando el dios se enteró que los jóvenes se citaban a escondidas, montó en cólera y los transformó en montañas, el Huascarán y el Huandoy, condenándolos a vivir separados, pero mirándose frente a frente. La tristeza hizo que los enamorados arrojaran lágrimas y del llanto de Huandy se formó Chinacocha (laguna hembra) y del llanto de Huáscar, Oroncocha (laguna macho) y ambos se aparean cuando sus aguas se juntan. Luego del paseo, es recomendable visitar a las vianderas que ofrecen cachangas, papa rellena broaster —con la recubierta más chamuscada y crocante—, choclo tierno con una rodaja de queso y un buen vaso de quinua caliente.    

De retorno a Yungay, nos detuvimos en El Mirador que ofrece una vista espectacular de los dos picos del Huascarán. Ver la blancura del nevado tornarse rosado salmón por la luz del ocaso es alucinante. El pico norte es más ‘pequeño’. Mide 6654 metros y su cima es aplanada, casi en forma de meseta. La montañista Annie Peck alcanzó la cumbre en 1908. El pico sur mide 6757 metros, aunque oficialmente se asegura que son 6768 metros. Su cima es más puntiaguda que la de su hermana y la conquistó una expedición austro-alemana en 1932. A lo largo de los años ha cobrado la vida de varios montañistas. En 2025, la última fue una japonesa que lograron rescatar con signos vitales, pero falleció a causa de la hipotermia.    

El emplazamiento del antiguo Yungay ha sido cercado. Imagino que el nuevo pueblo ha invadido parte de sus terrenos porque las dimensiones que se conservan son modestas para una villa que gozó de considerable importancia en la región. Pregunté al guía en dónde se desarrolló la batalla de Yungay y me señaló un cerro al otro lado de la pista, llamado Pan de Azúcar, donde el 20 de enero de 1839 las tropas del chileno Manuel Bulnes derrotaron a las de Andrés Santa Cruz y se tumbaron la Confederación Peruano-Boliviana.

Para ingresar al camposanto de Yungay cobran entrada. Caminas y te encuentras con el museo de sitio donde te explican como se produjo el aluvión y el proceso de edificación de la nueva urbe. Falta, a mi criterio, más registros del pueblo colonial y republicano e información de la batalla que truncó que el Perú y el Alto Perú vuelvan a ser uno solo. A un costado se levantan los servicios higiénicos que cobran —y no deberían— por su uso, tiendas de suvenires y, más allá, el quiosco de raspadillas preparados con hielo —aseguran— extraído del nevado Huandoy.  

Te adentras en el campo y a la margen izquierda puedes visitar el cementerio, la única infraestructura del Yungay original respetada por el alud. Su diseño es vistoso. Las filas de nichos están dispuestas en cinco plataformas circulares que se superponen y se comunican por una escalera empedrada que conduce hasta la cima donde se alza una imponente estatua de Jesucristo de once metros, obra de un escultor yungaíno, bendiciéndote con los brazos abiertos, desde 1966, cinco años antes de la catástrofe. El diseño del cementerio corrió a cargo del suizo Arnoldo Ruska y su edificación inició en 1892. El arquitecto no vivió para ver su proyecto culminado. Falleció en 1903 y sus restos reposan en un sepulcro de loza negra en la tercera plataforma. Los actuales yungaínos han ampliado las hileras de nichos al pie del panteón. Cuando llegué había algarabía con banda de músicos y cajas de cerveza, adelantándose por mucho al día de los muertos.     

A la margen derecha te diriges a la ubicación de la ciudad antigua. El suelo terroso, con algo de hirsuta vegetación y una que otra mole lítica desprendida del nevado, dan la sensación de haber sido una villa de pequeñas dimensiones, pero vale recordar que la nueva urbe ha canibalizado sus inmediaciones. Al permanecer de pie en donde alguna vez estuvo la plaza principal, te embarga una extraña sensación al pensar que caminas como un profano sobre donde se hayan sepultadas casas y calles y los cuerpos de miles de personas que no tuvieron cómo escapar. Me dicen que a partir de las siete de la noche, el ambiente se enrarece y si se tiene la suficiente sensibilidad, puedes contactar con las almas de quienes todavía no aceptan que fallecieron bajo toneladas de lodo y piedras.

El 31 de mayo de 1970, a las tres y veintitrés de la tarde, un bloque de roca y glacial se desprendió de la parte norte del Huascarán, tras el terremoto de 7.9 de magnitud con epicentro en la costa de Chimbote. El aluvión descendió a 360 kilómetros por hora y en poco tiempo cubrió todo el pueblo, quedando como vestigio las cuatro palmeras de la plaza principal y que aún hoy, con el tronco encorvado, se pueden apreciar. Queda también un pedazo del templo y nada más. Solamente se salvaron los que pudieron correr a las zonas altas, los que se hallaban en el cementerio y los que asistieron al circo y fueron evacuados por el payaso ‘Cucharita’. Sólo cuatrocientas personas de las veinte mil que yacen enterradas. Las inmensas nubes de polvo hicieron imposible la asistencia inmediata en cuanto alimentos, medicinas y cobijo. Recién a los tres días pudieron aterrizar los helicópteros y asistir a los huérfanos y a los que se refugiaron en el cementerio, quienes se vieron obligados a profanar tumbas y abrigarse con ropa de muertos.       

Érase una vez un pueblo orgulloso de su hermosura, provisto de recursos naturales que lo hacían próspero y pujante, tanto o más que Huaraz y que en menos de cuatro minutos se borró del mapa. Caminas por el campo y te topas con recordatorios que llevan los nombres de familias enteras, enclavados en donde seguro se levantaban sus viviendas. Por más que hayan pasado cinco décadas, estar en el sitio te invade una profunda tristeza. Una cicatriz en nuestra historia imposible de sepultar.  

0 comentarios: