jueves, 25 de diciembre de 2025

santa llegó a east harlem

  

En un vecindario poblado por emigrantes irlandeses, italianos y, con el paso de los años, por portorriqueños, Mickey Moreno se encontró con Santa Claus. Eran las tres de la madrugada. Afuera hacía frío. Un impulso inexplicable lo obligó a salir del camarote y subir en pijamas a la azotea. Una luz intensa descendió del cielo, transformándose en un trineo impulsado por turbinas en vez de renos. Un viejo gordo, vestido de rojo, pasó por su costado, cargando un morral repleto de regalos y se perdió escaleras abajo. En poco tiempo reapareció. Montó en la aeronave y ascendió hasta dar la sensación de ser una estrella fugaz disolviéndose en la oscuridad.

Mickey no compartió con nadie ese suceso increíble. A sus cortos seis años y con el transcurso de los días, él mismo cuestionó su veracidad. Barajó que quizá pudo tratarse de un sueño o una alucinación. A la siguiente Navidad, a la misma hora, el niño se dejó llevar por un arrebato similar. Subió a la azotea y volvió a testificar la llegada de Santa, repitiéndose el hecho de esquivarlo como estorbo en su camino, insensible a los anhelos de que al menos le obsequiara una sonrisa al pasar. 

Transcurrieron otras navidades de encuentros silentes con el viejito pascuero. En las fiestas del ochenta y seis, un Mickey adolescente se animó a decirles a la familia congregada en la mesa lo que una vez al año acontecía en la azotra. Todos se mofaron de él. Ante la insistencia de sus desvaríos sus padres le prohibieron mirar la televisión, los dibujos animados le estaban dañando el cerebro. El chisme traspasó las paredes del departamento. Se esparció por las calles y el colegio. Lo llamaron el ‘elfo de East Harlem’ durante todo el invierno.  

En el verano, su abuela Polina llegó de visita y le invitó a tomar un helado de pistacho en la avenida Lexington. Allí, la anciana le confió a su nieto que creía en su encuentro con Santa Claus porque hacía muchos años, cuando era niña, ella formó parte del equipo de obreros en su factoría de juguetes. El muchacho, por un momento, creyó que la esquizofrenia se heredaba de familia. Luego le escuchó decir que Dios le encargó, hace muchos siglos, a un obispo de Licia, la misión de preservar el espíritu lúdico de los niños en los territorios cristianos, concediéndole para ello los dones de la ubicuidad y de la inmortalidad. Con la evangelización de las extensas estepas del norte, Santa se mudó a Rusia y estableció su fábrica en el punto más septentrional del Mar Blanco. Tras la revolución de los bolcheviques, se trasladó a Laponia donde funciona hasta hoy. La abuela de Mickey trabajó durante tres años, etapa en que la compañía de Santa Claus se convirtió en marca registrada, firmó convenios con Nokia y la Coca-Cola y cotizó en bolsa.   

Animado por el relato de su abuela, Mickey propuso que el próximo encuentro con Santa sería distinto a los anteriores. En las semanas restantes a la pascua, planificó cada detalle, convenciendo a los rapaces del vecindario, con quienes jugaba pelota los sábados, a participar de su proyecto.

Al llegar la madrugada de la fecha acordada, todos tomaron ubicación en la azotea. Nevaba más que de costumbre. El reloj marcó las tres y nada extraordinario aconteció. En el ambiente imperaba el mismo tono amarilloso de las luces de Manhattan. Aguardaron diez, veinte, treinta minutos. Maldijeron, tiritando de frío, por haberse dejado manipular por ese amigo desquiciado. Se prestaron a abandonar la escena cuando de repente observaron una luminiscencia recorrer veloz el firmamento y aterrizar cerca de los tendales en forma de trineo. Santa se apeó ataviado con su traje rojo y la larga barba cana que lo hacía inconfundible. El bolsón repleto de juguetes parecía más repleto que de costumbre.  

A la señal de Mickey, todos le lanzaron una gruesa red de pescador y, prisionero como estaba, recibió una soberana paliza, viéndose derribado a punta de palos y patadas. Los muchachos desfogaron su frustración contra ese viejo vendido a las corporaciones. Tantas navidades sin recibir un miserable obsequio de quien sólo favorecía a los hijos de familias pudientes, como Thomas O’Leary, el niño del tercer piso que recibía tremendos regarlos sólo porque su padre distribuía productos altos en grasas saturadas en el barrio. El encono con el que Mickey lo golpeaba era por su indiferencia y también por el abuso cometido contra infantes como su abuela, quienes, a cambio de una paga miserable, eran explotados en su fábrica.

La pandilla quiso arrastrar a Santa Claus. Exhibirlo en la calle como trofeo. Ser reconocidos como los vengadores de todos los niños marginados por la pobreza. El santo apresado accionó un mecanismo de la hebilla de su cinturón y de repente aparecieron unos seres de luz que lo liberaron de la red y lo transportaron directo a su casa en el Ártico, dejando varias entregas pendientes en esas fiestas.

Nunca más se le volvió a ver por East Harlem. 

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