sábado, 28 de junio de 2008

en busca de la inspiración perdida

Los caprichos del destino han hecho que el Día del Idioma —23 de abril— se ubique cerca al Día del Trabajo —1 de mayo—convirtiéndose para quienes añoran dedicarse a la literatura casi en un post-it en el calendario, recordándoles que deben laburar para poder comer. 


 Si bien los escritores no pueden perder el tiempo trabajando, como afirmaba Oscar Wilde, o como bien decía Arthur Rimbaud: “hay cosas más importantes que hacer antes que trabajar”, muchos hombres de letras han tenido que ganarse la vida ejerciendo distintos oficios. Miguel de Cervantes —como Mateo el apóstol— era recaudador de impuestos. William Shakespeare cuidaba caballos. Charles Dickens laboraba en una fábrica de betunes. Herman Melville y Joseph Conrad eran marinos. Franz Kafka vendía seguros. T.S. Eliot fungía de funcionario bancario. William Faulkner alimentaba una bobina eléctrica con paladas de carbón. Juan Rulfo era capataz de una fábrica de llantas. Graham Greene y Ian Fleming eran espías del servicio secreto de su Majestad. Jorge Luis Borges era asistente de segunda de una biblioteca municipal.  

Menos son —pero los hay— los escritores de sangre azul o de estatus acomodado quienes llevaron una vida sosegada y por ende no tuvieron problemas de convertir sus horas de ocio en horas de escritura. Destacan Marcel Proust, Leon Tolstoi, Rainer Maria Rilke, Henry James, Vittorio Alfieri, el Marqués de Sade (el aristócrata depravado) y otros. Hay quienes se valieron de su pluma para encontrar mecenazgos o, en algunos casos, como el del ilustre Voltaire, convertirse en amante ocasional de una condesa dispuesta a solventar sus necesidades. 

Tengo amigos y conocidos dispuestos a dedicarse de lleno a la literatura. Algunos con verdadero talento. Otros, bueno, son empeñosos. He escuchado a muchos que comparten su afición con el matrimonio —o son arrejuntados, pero con prole—quejarse de cómo las obligaciones laborales mutilan la creatividad o cómo la vida doméstica ahuyenta a las musas. A medida que los gastos y las deudas se acumulan, la producción literaria se vuelve más espaciada y el talento corre serio peligro de extinguirse para siempre.

 No todos los escritores seres humanos al fin y al caboson iguales, No todos tuvieron la capacidad de abstraerse de los problemas y seguir adelante. Tenemos a escritores que renunciaron a todo—a mujer e hijos— por seguir su vocación. Paul Verlaine y Malcom Lowry reemplazaron a sus familias por el alcohol, amargo paliativo contra la soledad y los tormentos del alma. Charles Bukowski —alcohólico insigne— era de aquellos que trabajó haciendo de todo y se acomodaba a cualquier situación. “El escritor de verdad siempre va a escribir, no importa si trabaja veinte horas diarias en una fábrica o metido en el fondo de una mina”, decía ...y también escribía —y bebía— un montón. Otro que no podía reprimir el ‘vicio’ de escribir era Camilo José Cela. Redactaba sobre servilletas, recetas médicas y hasta en papel higiénico mientras hacía lo que tenía que hacer en el baño. 

Sería ideal, para quienes tienen el bicho de escritor por dentro, publicar un manual sobre cómo robarle tiempo al tiempo y poder redactar en paz a pesar de que todo el mundo te jode (por supuesto no me refiero a ningún libro cagón de autoayuda). Yo que tengo una familia que mantener lo agradecería.

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