Eduardo
Quirós Sánchez era más que un profesor, era un maestro, el mejor que pudo tocarme en materia de redacción. Ingresó a la UPAO en 1994 cuando era ya un lingüista reconocido y periodista consumado. Iba, en ese entonces, camino a los ochenta años, edad en que muchos docentes guarecerían en sus cuarteles de invierno, no obstante a él le quedaba bastante para enseñar, sobre todo a las primeras generaciones de comunicadores sociales que se forjaron en un pueblo llamado Trujillo.
Quirós
era natural de Cajamarca, estudió letras en la Universidad Nacional de Trujillo
donde llegó a ser, nada menos, secretario personal de Antenor Orrego a quien
conoció de cerca. Se hizo periodista en La
Industria, en los años que la profesión era romántica, con cierres
de amanecida matizados con pisco o ron. Su seudónimo era Equis, contracción de
su nombre y dos apellidos. Contaba que bajo su dirección el periódico llegó a
tener un tiraje de treinta mil ejemplares, distribuyéndose en todo el norte del
país. En 1984 publicó Patología de la
redacción periodística, Manual para el hombre de prensa, ejemplar que tuvo
la gentileza de obsequiarme en una de sus últimas clases.
Valga reconocer que como expositor no era brillante. Se expresaba con una parsimonia exasperante. Hombre poco teórico, era más bien en la práctica donde se conducía como pez en el agua. Nunca creyó que los periodistas se formasen con clases dictadas en un pizarrón. Sostenía que la única forma de aprender a escribir era escribiendo y a eso obligaba a todos sus alumnos en clases: ¡a redactar!, siendo bastante exigente en asuntos de sintaxis, ortografía y puntuación. Era muy afecto a tomar percentiles con palabras cada vez más rebuscadas y confusas.
Valga reconocer que como expositor no era brillante. Se expresaba con una parsimonia exasperante. Hombre poco teórico, era más bien en la práctica donde se conducía como pez en el agua. Nunca creyó que los periodistas se formasen con clases dictadas en un pizarrón. Sostenía que la única forma de aprender a escribir era escribiendo y a eso obligaba a todos sus alumnos en clases: ¡a redactar!, siendo bastante exigente en asuntos de sintaxis, ortografía y puntuación. Era muy afecto a tomar percentiles con palabras cada vez más rebuscadas y confusas.
Al año siguiente, Quirós, quien se había ganado los chaplines de «Quirucho» o «Abuelo Simpson» por su rostro rugoso como una pasa, consiguió que la universidad le diera un espacio en el primer piso del pabellón D para armar su taller de periodismo. Si bien los periodistas de La Industria, Satélite o La Palabra —los diarios de ese entonces— usaban computadoras para tipear en Word Perfect, el viejo porfió por la adquisición de... treinta máquinas de escribir nuevecitas. La reacción, por supuesto, fue negativa. Los alumnos lo tildaron de desfasado, de no ir con los tiempos. A pesar que en ese entonces realizaba mis prácticas pre profesionales en las páginas de deportes de La Palabra y había visto al jefe de la sección, don Elder Lázaro, otro dinosaurio de la profesión, llegaba en la noche con sus tragos y en quince minutos llenaba una carilla en su máquina a escribir, leyéndome en voz alta lo que ponía —mientras yo en la computadora me demoraba un montón—, osé cuestionarlo, con la insolencia propia de mis veintitrés años. El maestro en cambio, con un gesto apacible —jamás lo vi alterado—, me guapeó: “¿Quieres ser periodista? Enfréntate a las teclas y lléname una hoja en blanco en media hora”.
Fue difícil. Acostumbrado como estaba a colocar palabras en una pantalla, pasé por grandes apremios para plasmar mis ideas sin poder arreglarme o dar marcha atrás. Me demoraba horas, haciendo y rehaciendo, arrumando bolillos de papel periódico con mis fallidos intentos, en una férrea batalla en contra del tiempo. Poco a poco, comenzamos a entrar en el ritmo y aceptamos la propuesta de Quirós: redactar con coherencia, corrección y rapidez. Pronto de dos noticias en cada carilla, pasamos a redactar cuatro. Yo mismo me tomaba mi tiempo para hacer los ejercicios en serio, olvidándome de los breaks para hablar con los vagos de siempre o a pololear con la enamorada de turno. Ganado por el viejo, ahora era de los poquísimos que aún habiendo acabado, me quedaba hasta el final, a sabiendas que podía agarrar al maestro a solas y robarle minutos extras para que corrigiera mis prácticas, siendo bastante puntilloso en todo lo que debía de mejorar. Siempre, por más que le gustase lo que escribía, encontraba cosas que corregir.
Lamentablemente no le hice mucho caso. Cuando trabajé de periodista lo hice como reportero y luego me volví publicista. Ahora ya no está. Murió un 21 de abril cuando hubiese sido más poético morirse el 23. Me hubiera encantado que leyese Entre Alacranes, mi primer libro de relatos, publicado a los pocos días de su deceso... Aunque seguro, sentado a su lado, me habría señalado cuantas cosas debía mejorar.
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