Hace unos años, no muchos, tampoco pocos, la pornografía era una aventura. En realidad, todo es una aventura cuando se es adolescente y se tiene tanto por descubrir. Mientras en Estados Unidos y la Europa occidental estallaba la revolución sexual —los países nórdicos se les habían adelantado unos cuantos años—, en el Perú pacato de Velasco Alvarado se decretó el destierro de cualquier indicio de desnudez en las salas de cine y una docena de policías impidió que se estrenara El Decamerón de Pasolini en el cine Roma. El último tango en París de Bertolucci, otra película censurada, pudo estrenarse recién a principios de 1980 y no porque la Schneider exhibiera su velluda vagina o que Brando utilizara como mantequilla como lubricante anal, sino porque en una parte del filme la protagonista decía: “los militares son unos cerdos”.
La pornografía propiamente dicha, se infiltró
luego que Morales Bermúdez mandó a Velasco a su casa e hirió de muerte a la
Revolución Peruana. Aparecieron impresas revistas en mísero papel periódico
como Zeta, ¡Oh! O Cinco que emulaban de forma paupérrima a Playboy. En formato más pequeño —más manipulable y por
ende más fácil de llevar al baño— eran las SPH (sólo para hombres), Hembra, Culantro, Zorra. También
fueron muy populares los cómics porno como Quevedo, Cosquilla o La Cotorra Jodona. Mención honrosa
merecen las calatas de las secciones ‘Amenidades’ de Caretas y ‘Alta tensión’ de Gente.
La apertura también llegó al cine. En horario de
trasnoche —para mayores de 18 años con advertencia— se estrenaron películas
como La historia de O o las Emmanuelle de todos los colores y
sabores. La japonesa El Imperio de los
Sentidos de Nagisa Oshima se mantuvo en cartelera por semanas en los cines
de barrio, a pesar de las altas horas. Calígula, producida por la Penthouse, dirigida por Tinto Brass y
protagonizada por Malcom McDowell, fue más allá y se mantuvo semanas en horarios
de matinée, vermouth y noche.
Con la democracia, la violencia de Sendero Luminoso y la televisión a color,
arribó también sin ningún pudor el cine hardcore, es decir el que muestra sexo duro,
sin tapujos ni resquemores. Se estrenaron los títulos más famosos de la década de 1970: Garganta Profunda
con Linda Lovelace, Detrás de
la puerta verde con Marilyn Chambers, El Diablo y la Señorita Jones con Loretta
Spelvin. En Trujillo, el cine Chimú pasó de exhibir rancheras mexicanas y
lacrimógenas hindúes a porno del más crudo. El filme que más semanas estuvo en
cartelera con un aviso generoso en las páginas de La Industria fue Seka la erótica.
Seka, por méritos propios, se había convertido en el tema de rigor de muchos recreos. “Dicen que lo hace así, que se come una asá”. Si bien ya éramos afectos al porno casero, gracias a esa maravilla llamada betamax, ver las peripecias de Seka en la pantalla grande era una tentación bastante inquietante para una docena de párvulos, no mayores de trece años, cuya máxima hazaña en las boleterías había sido entrar a Porky's —para mayores de 18 años— en una sala ‘decente’. Puestos de acuerdo, esperamos a que llegara el viernes y en horario de matinée —cuatro de la tarde— nos aventuramos al cine Chimú, ubicado al costado del canchón donde usualmente adquiría viejas revistas porno, cómics o de fútbol. No nos hicimos paltas para adquirir las entradas y los boleteros tampoco, quienes por unas monedas corrompían fácilmente a los inspectores municipales y se hacían de la vista gorda entre tantos menores de edad. A entrada pagada, función asegurada y todos estábamos excitados con el momento de ver a la maestra Seka sentándose en la ‘silla carioca’. No sé quien encendió un pucho que todos compartimos sin ser todavía asiduos fumadores. Era como si nos quisiéramos mimetizar con el ambiente. Desde arriba, en el mezzanine, los maricones aullaban como si se trataran de hienas ansiosas de carne fresca, púber como la nuestra. Abajo, todo era más calmo. Quienes nos rodeaban eran jóvenes también, quienes apenas nos aventajaban por unos cuantos años, incluso habían escolares descarados, seguro escapados de colegios nacionales, que vestían el uniforme color plomo rata. Nada ni nadie nos perturbaría el sosiego de mirar —y acaso pajearnos— a nuestro regalado gusto, salvo que algún gracioso de arriba se les ocurriera agasajarnos con ‘lluvia dorada’, es decir, aventándonos pichi en bolsa.
Con la sala en penumbra y una mezcla de olor a orines y humo de cigarrillo, se proyectó el primer rollo, rayado por tantas pasadas y creó que escuché aplausos entre los que colmamos una hilera completa de butacas de forro rasgado en la platea. Todos estábamos nerviosos y excitados por esta experiencia que nos acercaba a la adultez. Comenzó la función y sin muchos prolegómenos la blonda se tragaba uno-dos-tres y de repente se corta la acción. El encargado de la proyección se demora más de lo previsto y eso le cuesta una silbatina y un “¡Apura, sorreconchetumadre!” que roba las carcajadas del respetable. El ecran vuelve a iluminarse y Seka vuelve a las andadas. Manipula, saliva y se introduce chulapis de todos los calibres. Tanto me impresiona su performance que aún hoy la conservo en mi memoria y sigue siendo protagonista de varios desahogos nocturnos entre mis sábanas blancas.
Seka se convirtió en un referente obligado al desfilar por mi betamax. También Ginger Lynn, la porno-star top de la década de 1980, Desiree Cousteau, Taija Rae, Juliet Anderson, Kay —Taboo— Parker, Annette Haven, entre otras, acompañados del aventajado de John Holmes, el gordito peludote Ron Jeremy, John Leslie, etc. Aparte de cuantas vaginas anónimas que protagonizaron las series Limited Edition o Swedish Erotica que traducidas con acento cubano ya eran de por sí un cague de risa.
Cine porno en 35 mm no volvería a ver hasta años después por mi amistad con los hermanos Smith, propietarios del cine Ayacucho, el último refugio de la pornografía en celuloide de Trujillo. El porno, como género cinematográfico, ya pasó a la historia. Las nuevas producciones ya no se hacen en filme si no en video y los argumentos no tienen mayor ingenio que la exhibición prolongada de las copulaciones. A mi gusto, un buen polvo de película debe demorarse entre lamidas, penetraciones y eyaculación, no más de cinco minutos. En el Perú, no sé si en otros lares, los títulos añejos rotan todavía por las salas vetustas, negándose a apagar el proyector. Las cintas, cada vez más rayadas por tanto manoseo, giran a través de las bobinas y siguen deleitando a un número cada vez menor de espectadores solitarios, fieles al deleite de los ojos y de la carne aún en Semana Santa y otras fiestas de guardar.
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