Me gusta el cine peruano a pesar
de sus taras, imperfecciones y manufactura artesanal. Me agrada porque está
hecho con cojones, porque conseguir financiación no es fácil, porque muchos
realizadores han empeñado hasta sus casas con tal de llevar su proyecto a la
pantalla. Me gustan las malas —o quizás malísimas— películas de acción a la
‘peruana’, de esas que ya no se hacen porque los cineastas de hoy prefieren
calcar el molde de Tarantino. No me interesa que sean defenestradas por la
Crítica, que sean cinematográficamente incorrectas y estén a años luz de los
filmes de Siegel o Peckinpah. Incluso hasta me causa simpatía su simpleza,
precariedad, bajo presupuesto, los absurdos de sus guiones o las deficiencias
de sonido, fotografía y edición. El policial peruano tiene su propia atmósfera
de lumpen, es totalmente bizarro con sus lisuras y sus calatas. Tiene pues, una
identidad propia, su sabor nacional como una Inca Kola y creo que en eso radica
su encanto.
Quizá en Cuentos Inmorales —algo así como un New York Stories a la limeña— aparece el primer esbozo de lo que
luego sería el cine policial a la peruana. El segmento El Príncipe, dirigido por Pili Flores Guerra, basado en un relato
de Oswaldo Reinoso, trata de un tipo que se jura el vovi del rioba e intenta
salir de misio a través de un asalto. Al final termina encanado y suena de
fondo un tema salsero —en esa época música para faites— de Fruko y sus Tesos: en el mundo en que yo vivo siempre hay
cuatro esquinas, y entre esquina y esquina siempre habrá lo mismo...

Más cercano al film-noir que al
policial es Malabrigo de Alberto
Durant. Una mujer (Charo Verástegui) llega a una localidad porteña en busca de
su dorima, desaparecido en extrañas circunstancias que involucran al
propietario de la fábrica de harina de pescado en la que él laboraba (Ricardo
Blume). Segunda producción de Chicho en Trujillo —antes había filmado Ojos de Perro en Laredo con guión de
José Watanabe— seleccionando locaciones de Puerto Chicama y Huanchaco,
propicios para crear un ambiente aletargado y claustrofóbico.
Augusto Tamayo fue más ambicioso
e intentó en La Fuga del Chacal
imitar el patrón de los filmes policiales de Hollywood, ofreciendo uno de los
títulos emblema del cine peruano de la década de 1980. Tras el intento fallido
de asaltar una peluquería, Jorge García Bustamante —reconocido por hacer del
alférez Maldonado en Gamboa y de Rodrigo en Carmín— emprende una
huida vertiginosa junto con su flaca —Mónica Domínguez— que lo lleva hasta la
selva central, enredándose con narcos y sicarios dispuestos a darle vuelta. El
final abierto del filme me sugiere que Tamayo dejó abierta la posibilidad de
filmar una segunda parte, algo que resulta muy difícil en nuestro medio.
Más preparado para realizar cine
de género en el Perú aparecía Lucho Llosa, pero con financiación de Roger
Corman, capo de la Serie B gringa. The
Hour of the Assassin —huachafosamente rebautizada como Misión en los Andes en las salas lorchas— contaban la historia de
Eric Estrada —patrullero en Chips y más tarde galán en Dos mujeres,
un camino—, sicario contratado para darle vuelta al presidente de una
nación sudaca. Robert Vaughn es el agente de la CIA que intentará evitarlo,
persiguiéndolo por la Vía Expresa, La Costanera y también por Machu Picchu.
Además de las balaceras, quedan para el recuerdo las tetas riquísimas de
Lourdes Berninzon. Tras el éxito, Lucho Llosa realizaría en nuestro medio otras
coproducciones de Serie B protagonizadas por David Carradine, una jovencísima
Sandra Bullock, entre otros.

Reportaje a la
Muerte de Danny
Gavidia mezcla tres famosos sucesos carcelarios: la matanza entre limeños y
chalacos en El Sexto, el intento de fuga de Cri-Cri del Lurigancho y la
televisada toma de rehenes también en El Sexto. Filme-denuncia de cómo los
medios de comunicación magnifican los hechos y exacerban la violencia; tiene
como plus el polvo de Marisol Palacios con Alejandro Legaspi, uno de los
mejores de nuestra filmografía nacional.

Django, la otra cara de Ricardo Velásquez, se basa en
la vida real de un asaltante de bancos (Giovanni Ciccia) y su aliada (Melania
Urbina), una chiquilla que literalmente juega con dinamita. A pesar de su
pésima ambientación, argumento, diálogos en los que abunda la palabra ‘cachar’ y
la mala pasada del digital a 35 mm, esta película es la única película peruana
del siglo XXI heredera de los filmes anteriormente reseñados.
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