viernes, 5 de diciembre de 2008

1988

En 1988, el 2008 era Ciencia Ficción. Algo parecido al 2028 en 2008. Sin embargo, muy pocas cosas cambian en dos décadas, lapso insignificante para un planeta con cientos de millones de años. 

1988 fue mi año maravilloso. Un sentimiento imberbe arremolina mi interior cada vez que evoco sus momentos, llenándome de sensaciones trilces —triste y dulce, Vallejo dixit—. Tener dieciséis años significa encontrarse en un espacio neutral entre la pubertad y la mayoría de edad.

El verano de 1988 fue más largo que otros veranos. Fue uno de los pocos en que el gobierno adelantó la hora y las tardes se prolongaban hasta las ocho de la noche.

Huanchaco conservaba su ambiente de caleta de pescadores y no era el balneario kitch de hoy. El Elio era —lo es todavía— su playa principal, aunque fuera un martirio bañarse por la cantidad de piedras, sede de los campeonatos de tabla. En El Elio uno se podía broncear tomando cerveza o una raspadilla en la misma arena, porque todo era arena, no había un gramo de concreto ni inútiles alegorías al pasado milenario.

Las mejores fiestas de Huanchaco eran en la plazuela, luego, a marcada distancia, las de la Cancha Naranja. El Club Huanchaco en ese entonces era un terral apenas provisto de un par de canchas de frontón.

Los carnavales huanchaqueros siempre fueron salvajes, a punta de matachola —media de nylon con yeso— y aceite de carro en el pelo; no había pues reparos ecológicos para enjuagarte en el mar.

El fin de esa temporada vino con las olimplayas en Las Delicias —extinto evento que reunía a los principales balnearios del Perú— y el concierto de jazz ofrecido por Manongo Mujica cerca de lo que en ese tiempo se conocía como Sun Kella. Al momento del ocaso, en el clímax del espectáculo, tomó un violoncello y mismo Hendrix le prendió fuego en el escenario. Inmolación inolvidable e irrepetible. 

1988 fue el primer año en que las clases arrancaron en marzo y no en abril. La calidez del verano dio paso a un invierno inusualmente crudo, pleno de grises atardeceres, perfectos para quienes tienen carácter nostálgico.

California era mi barrio y esa año como nunca fue ‘nuestra California’ o ‘California para los californianos’ o simplemente los de ‘Cali’ como nos hacíamos llamar. Una noche de caminata entre una fiesta de San Andrés —a la que nos colamos— y otra en El Golf —a la que nos queríamos colar— compusimos nuestro himno: Somos Cali, muchachos, los que bebemos sin compasión. La alegría la traemos, la llevamos bien adentro (Hey, chicas, quítense el calzón).

Tres locales de California eran nuestros antros institucionales. El Ranchito, ubicado dentro del parque grande, a la vera de la calle Algarrobos, era un quiosco de madera —con la foto de Víctor Raúl— en su interior y un par de mesas atendidas por una vieja con cara de pocos amigos y el flaco Virgilio, expendedor de cerveza, anticuchos y marihuana por la bajo. El Che Burger en la avenida Fátima, cerca a Húsares. Drive-Inn con pantalla gigante donde el plato más solicitado era la porción de papas —el más barato de la carta—. Su propietario era el gordo Domingo —dueño también del Mammanna, la pizzería de la esquina—, un argentino que decía “¡boludo!” cada cinco palabras. El Murphy —llamado también La Ventanita— en J.J. Ganoza, casi al frente de lo que fue la pista de patinaje y luego se convirtió en una autoboutique. No era un local precisamente porque la gente libaba en la calle. Es el único sitio que supervive luego de veinte años, pero creo que ya no le pertenece a Juan Murphy sino a su ex mujer, una regordeta que en un tiempo lucía unas trenzas a lo Bob Marley.

La Argentina —llamada así porque la propietaria era oriunda de ese país—, ubicada en la esquina de J.J. Ganoza con Álamos era menos frecuentada por nosotros, sospecho que por su apariencia de restaurante familiar. El Mogambo, pollería emblemática de California, ubicada en la esquina de Claveles y Granados y según rumores antro de juergas orgiásticas de la juventud setentera, ya no funcionaba y su curiosa fachada de juncos lucía abandonada, como cadáver de lo que alguna vez fue.

En 1988 Trujillo escuchaba rock. En la FM habían solamente tres radioemisoras y ninguna programaba salsa u otro ritmo tropical. Señorial (90.3) era la radio de la juventud, específicamente de los sectores populares. Fm 96 (96.1) era la pionera y su público era más variado. Panamericana (100.1) tenía una señal autónoma regional pero se ajustaba a los parámetros de Lima. Las radios AM todavía gozaban de buena acogida. Las principales era Star —un par de años después se mudaría a la FM— y Heroica que todos los domingos a las siete de la noche pasaba «Rock 1410», el único programa del dial especializado en Metal, conducido por Quique Saavedra.

El black-trash-speed metal vivió por esos años en Trujillo su máximo apogeo. El metal era una religión y muchos de sus seguidores gustaban concentrarse en el Óvalo Papal (que tenía una infraestructura distinta a la de ahora). Los punkekes u ‘oscuritos’ (darkies) eran minoría en esta ciudad, por lo que en los enfrentamientos contra los metaleros llevaban todas las de perder.  

En los charts comerciales, el furor del rock en español había disminuido, dándole paso a los franceses de Indochine o los australianos Inxs. Apareció en nuestro medio el Appetite for Destruction, disco debut de Guns n’ Roses, la gran banda de finales de la década. Sin embargo lo que sonó más en las radios fue el soundtrack de Dirty Dancing, película que en los ochenta tuvo el mismo impacto que Grease en los setenta.

En 1988 se estrenaron películas como Die Hard, Predator o Le nom de la rose. Fue el año de las olimpiadas de Seúl, del doping de Ben Johnson, la selección de Zambia con el negro Kalusha, de las amanecidas alentando a Cecilia Tait, Rosa García, Gaby Pérez y compañía, obteniendo la medalla de plata tras caer en una final imperdible frente a la Unión Soviética. Fue la Eurocopa de Alemania donde la Holanda de Gullit, Rikjaard, Koeman y Van Basten deslumbró a la afición pelotera.

1988 fue también el años de la perestroika y la glasnost, del Perú hiperinflacionario y los paquetazos económicos, frutos de un presidente joven e irresponsable que... vuelve a gobernarnos veinte años después. Eran tiempos de terrorismo, coches-bomba y apagones, de toque de queda en Lima. Los limeños que venían a nuestra ciudad se regocijaban porque podían juerguear hasta la madrugada. Los trujillanos vivimos ajenos a la demencia senderista hasta que volaron las fachadas del Hotel de Turistas y la casa del prefecto.

El televisor en Trujillo sólo recepcionaba tres canales: América, Panamericana y TV Perú. La calle era espacio suficiente para cubrir nuestras carencias audiovisuales. El VHS todavía no desplazaba al Betamax y las películas porno las alquilábamos en Comercial Vivar o Discotienda Pérez, que también era una de los cuatro tiendas para adquirir discos y cassettes, las otras eran Gilberth’s, Patty y La Casa del Disco (la única que milagrosamente subsiste). 

En 1988 los quinceañeros todavía eran con terno, aunque no faltaba quien se pusiera zapatillas en vez de zapatos. Visitar el burdel era visita obligada, por lo menos una vez al mes. Una noche por cherocas a varios nos tocó dormir en el cuartel. No terminamos en Talara o en Tumbes, como era usual en las levas, porque recién habíamos sacado boleta y no nos tocaba servir.

Ese año fue la primera vez que se hablaba de delincuencia juvenil en Trujillo. Habían dos pandillas conocidas, los de La Perla y los de Santa que estaban enfrentadas. California, para nuestra desgracia, era territorio de La Perla (liderada por el Cachi). Cruzar el parque grande de Califa a determinada hora era exponerse a que te cuadren por tus tabas.

En 1988 saqué 28 rojos en la libreta y mi viejo casi me mata a palazos. Como en la película de Jean Vigo, saqué cero en conducta y al año siguiente terminé el colegio con matrícula condicional. También me enamoré platónicamente como ya lo había hecho antes, pero esta vez de una manera especial, tanto así que al escuchar algunas baladas ochenteras en Zeta Rock & Pop no puedo evitar un cálido cosquilleo en mi interior a pesar de ser una relación no consumada. 

Veinte años no son nada.

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