lunes, 15 de diciembre de 2008

la leyenda de pixllca, princesa virú


El valle de Virú se ubica a 46 kilómetros al sur de Trujillo. Es un pueblo agricultor, responsable directo del boom agroexportador de la región gracias al cultivo del espárrago, palta, ciruela, alcachofa, etc. En 1823 fue elevada a la categoría de distrito por Simón Bolívar y en 1995 a provincia por Alberto Fujimori.
       Virú, además, posee diversos atractivos turísticos. Las playas —ventosas— de Puerto Mori y Cerro Negro, con su laguna de aguas tibias. Las islas de Guañape. La laguna del Dragón, en el valle de la Condornada, preciso para los amantes de la aventura. La duna Pur-Pur, que aseguran es la más grande del orbe. El castillo de Tomabal y Queneto, vestigios de su pasado Moche.
       Mi ignorancia de pasajero de paso siempre me hizo creer que el pueblo de Virú eran esos establecimientos comerciales que asomaban en la Panamericana ni bien cruzabas las vigas metálicas del Puente. Luego, por invitación de Héctor Cachat, enólogo y poseedor de varios terrenos en el sector El Carmelo, conocí el pueblo, ubicado a unos diez kilómetros de la carretera, mucho más grande y con marcada fisonomía urbana. El otro sector simplemente es conocido como ‘Puente Virú’.  
       Mi amigo Héctor posee una casa de modesta apariencia, con ventanas y barrotes de aluminio como predominaba en las viviendas de los 1960. Nada que pudiera vaticinar que en su interior convive el buen gusto y el boato. Azulejos marmoleados y bien cuidados, muebles de fina madera y cristalería en techos y paredes, cuadros de reconocidos pintores regionales —Azabache, Urquiaga, Pío Ángel—, ceramios Moche y Chimú. Es una costumbre de los Cachat no ser ostentosos, por eso es que se movilizan a sus chacras con una vieja camioneta Datsun antes que adquirir una moderna 4x4.
      Agasajado con un buen cebiche y sudado de toyo —me hubiera gustado saborear los cañanes, cuya paternidad gastronómica los viruñeros se la disputan con los de San Pedro de Lloc— y con un par de cervezas que habían sido enterradas hacía unos meses en el patio de su casa, porque según la costumbre sabe mejor, como la carne de la pachamanca, le pregunté sobre el origen del nombre Virú. Héctor, agricultor, quien asegura tener ciertos dotes de historiador, aseveró que del vocablo poco o nada tiene que ver con el quignam, la lengua hablada en esta parte de la costa y que se presume extinta a mediados del siglo XIX. “Mi apellido es notoriamente quignam”, enfatiza con orgullo, como si tuviera una raigambre telúrica que yo, blanquiñoso, descendiente de hispanos, carecía. Lo más probable es que deba su nombre al vocablo utilizado por los antiguos nativos de Panamá para llamar a las tierras que se extendían al sur de su territorio, las fabulosas tierras del Cacique de Birú, Berú o Virú.
      “¿Desde cuándo se le conoce a Virú como Virú?”, continué con mis inquisiciones. Cachat afirmó con precisión cronológica que hacia 1553 el valle de Guañape —como era conocido en esos tiempos aurorales de la Colonia— era un pequeño asentamiento de indios. Se sabe que en 1601 era cura del lugar, el Fray Alonso Díaz de la orden de las Mercedes.  En 1724 se fundó en las riberas del río el pueblo de San Pedro de Virú, siendo sus habitantes indios e indias bajo la tutela del cacique don Ponciano Pajuelo y Vergara. El pueblo se fundó inicialmente en otra parte, en el sitio que hoy se conoce como ‘Virú Viejo’, en el predio La Gloria, a tres kilómetros del predio actual, pero a causa de aluviones, sequías y la malaria, los habitantes se trasladaron a donde se encuentra hoy.  
       Según Feijoo de Souza en su libro Relación Descriptiva a la ciudad y provincia de Trujillo del Perú, impreso en Madrid en 1763, el pueblo de San Pedro de Virú estaba compuesto por 98 indios y 105 indias, con 45 hijos y 78 hijas. También habitaban en él 9 mestizos, 14 mestizas, con 6 hijos y 5 hijas; 4 mulatos y 3 mulatas libres, con 2 hijos y 3 hijas; el cura que doctrinaba esta feligresía, perteneciente a la orden de Nuestra Señora de las Mercedes.
        Años después, según un informe del párroco del pueblo, redactado en 1811, Virú constaba de 181 ranchos y solamente con tres casas de pared. El material que componía los ranchos era de caña brava, paradores de algarrobo, varas de espinos para techo, con poca cubierta de hojas de plátano, sin torta, por no llover en ese lugar. Había en estos ranchos, un banco tosco para sentarse, bien de algarrobo o de espino. Ollas para cocinar la chicha, cuatro a seis botijas para fermentarla, mates para comer, potos, etc.
       A mediados del siglo XIX, los herederos de Marqués de Bella Vista, conformaron en los valles de Virú y Chao una sola gran propiedad, excluyendo la campiña, zona de parcelas familiares de los pequeños agricultores que vivían en el pueblo de Virú. Cien años después, dicha gran propiedad se dividió en tres haciendas: El Carmelo, Tomabal y Chao-Buena Vista. En la década de 1960, las haciendas se dividieron entre sus herederos o entre sus arrendatarios ante la inminencia de la aplicación de la Reforma Agraria. Años después se constituyen las cooperativas agrarias de producción y luego, cuando las haciendas y cooperativas han sido arrasadas por el tiempo, aparecen las agroindustriales que aprovechan las aguas del río Santa gracias a Chavimochic.
      “Sin embargo, existe otra teoría muy poco difundida sobre el origen del nombre Virú”, me confía Cachat, como si se tratase de un secreto celosamente guardado por los viruñeros. “Se dice que su nombre proviene de finales del siglo XVI cuando un español sembró por primera vez la planta de la vid, siendo su cepa de tan generosa calidad que se llegó a exportar a otras colonias españolas bajo el sello «Vid del Perú» de cuya contracción nacería la palabra: «Virú»”. Sin libros o documentos que testimonien esta versión, Cachat me compartió su transcripción de una vieja leyenda, que le compartió un viejo cultivador de fresas, la cual publico a continuación.

 
       Virú, valle entre el mar y los Andes, debe su pródiga fertilidad, que desafía a las arenas del desierto, a la sangre de tantos hombres, mujeres y niños, ejecutados hacía dos mil años, en tiempos de lo que hoy la historia conoce como Cultura Salinar. Cada vez que la luna se teñía de rojo, decenas de jóvenes y doncellas eran elegidos como ofrenda a la tierra, siendo sepultados vivos para asegurar las buenas cosechas.  
       En una temporada árida, ajena de aguaceros, los sacerdotes ofrecieron en sacrificio a Pixllca, princesa del valle, hija del mar y de la luna. Ella se mostró rebelde a su destino y antes de ser enterrada viva, maldijo a los hombres por el designio y aseguró que de cuando en cuando retornaría al valle y haría que los cultivos fueran estériles, expandiría plagas acompañadas de sequías o inundaciones. Desde esa fecha, Pixllca la princesa vivió para siempre y su mala presencia fue significado de hambre entre hombres, mujeres y niños en el año menos imaginado.
       El tiempo pasó. Llegaron los españoles y fundaron ciudades. De Trujillo un mancebo criollo llamado Juan de Aranoa sin más riqueza que sus manos y sus piernas, se estableció en este valle y abrió un tambo –vocablo incaico– que sirviese de reposo para los viajeros que iban o venían de la ciudad de los Reyes. El tambo poseía las comodidades de cualquier posada española. En la huerta sembró vid que al fin y al cabo es mala hierba y se propagó por las piedras y la arena y fue buena porque de ella se dio origen a una bebida espirituosa, de buen aroma y sabor reconfortante, destilada por el propio Juan de Aranoa para alegría de peregrinos y habitantes del lugar.
         Mas un día, la princesa Pixllca cumplió con hacerse presente en el valle. Las cosechas a su paso se marchitaron. Frutas y legumbres nunca retoñaron. Cuando se asomó por los predios de Juan de Aranoa, la princesa se quedó prendada de su gallarda figura y el odio que sentía por los hombres se desvaneció de su corazón.
        Esa misma noche, Juan de Aranoa desapareció y nunca más se le volvió a ver. Los adobes de su tambo se volvieron polvo y las vides se pulverizaron en la arena del desierto. Juan de Aranoa y Pixllca la princesa se unieron y formaron parte de la tierra que desde ese día ha sido bondadosa y muy generosa con los cultivadores de esta región.
        Llegará el día en que la vid volverá a ser fruto principal de Virú y el secreto de la bebida espirituosa que aquel joven mancebo destilaba quedará descubierto para alegría de quienes habitan en esta región.

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