jueves, 8 de enero de 2009

había una vez un avión...

Quienes me conocen saben que estoy gobernado por tres grandes pasiones: el sexo, el cine y Alianza Lima. Si las combino con música, alcohol, tabaco, historia y literatura, no necesitaría de nada más. Mi vida sería bella.

En 2008 estuvimos a punto de repetir la tragedia de 1938, perder la categoría y descender a segunda división, congoja que hubiese sido difícil de soportar. Lo de jugar el torneo intermedio de 1988 no puede considerarse un ‘descenso’ porque al final estuvimos en la liguilla por el título nacional y Cueto nos regaló un gol maravilloso frente a las gallinas en el empate 2-2. Si bien la última campaña ha sido para el olvido, rescataré del a hinchada esa banderola que colgaron partido a partido en el estadio de Matute, tribuna de oriente: “Puedo amarte / Puedo Odiarte / Pero jamás abandonarte”. Frase inequívoca de un sentimiento íntimo y blanquiazul, mezcla de esa explosión de regocijo o de miseria, que nos alegra o nos amarga un domingo cualquiera. Cuando escribí un artículo sobre Alianza, en un boletín de la Universidad, allá por 1992, escribí como puntillazo una expresión similar: Ser hincha de Alianza es como enamorarse de una morena veleidosa y coqueta, capaz de hacerte gozar y también sufrir —sufrir de verdad— y sin embargo nunca la podrías abandonar.

Tres han sido las campañas que me han hacho sufrir en los últimos tiempos, las de 2008, 2000 y 1992, cada una, curiosamente, con un intervalo de ocho años. Por supuesto que ni siquiera la conjunción de las tres podría equipararse al dolor que sufrimos la noche del martes 8 de diciembre de 1987 cuando se cayó el Fokker F-27 AE número 560 de la Marina en el mar de Ventanilla. Tragedia que ningún aliancista podrá olvidar jamás.

En la década de 1980 era raro que los canales de televisión transmitieran partidos de fútbol, a pesar que la afición —seguro— era mayor que ahora. Sin embargo, eso no era acápite para que los provincianos no nos deleitáramos con las transmisiones deportivas de Radioprogramas que. Como bien decía su eslogan, era “todo el Perú a la vez”. La tarde del martes 8 seguí, como otras veces, el partido de Alianza de visita frente al Deportivo Pucallpa. Ganamos 1-0 con gol de ‘Pachito’ Bustamante y eso nos convertía en los únicos punteros del Descentralizado con 21 unidades. Ya no escuché más noticias, llegó la noche y me acosté contento. A la mañana siguiente me levanté temprano para asistir al colegio. Antes de ingresar al aula a rendir mi examen de quinta nota —seguro que de matemáticas— el gordo Navarro, profesor de literatura, me comenta que en la noche declararon en emergencia al avión que traía al Alianza de vuelta. Como sé que es hincha de la U, no le hice caso y rendí mi examen sin ninguna preocupación. A las nueve de la mañana salimos al patio y los amigos no hablaban de otra cosa. “¡Se ha caído el avión!”, comentaban, pero nadie tenía algo claro. Lo primero que supuse fue que la nave, si venía de Pucallpa, seguro se había caído en la selva. No quise pensar en muertos o heridos. Quería que hubiera la mayor cantidad de supervivientes, que corrieran la misma suerte que Juliane Koepcke, la joven alemana que sobrevivió a la tragedia de un vuelo de Apsa en la jungla peruana.

Al llegar a casa, a la hora del almuerzo, recién pude enterarme de algunos visos de la tragedia. La radio y la televisión no dejaban de informar desde el lugar del accidente, el mar de Ventanilla, y si bien a esa hora de la tarde no se tenía todavía una versión oficial sobre los operativos de rescate realizados por la Marina, las noticias me inflamaron de un optimismo inicial: si habían sobrevivido al impacto, los jugadores podían haber sobrevivido nadando y manteniéndose a flote. Con esa ilusión dormí la siesta que, en esas épocas, solían ser de dos-tres horas, y al despertar, ya de noche, me vi cara a cara con la triste realidad en la que estaba sumergida el Perú entero: el primer equipo de Alianza Lima había sucumbido en su totalidad y sólo se había salvado el piloto de la nave quien sobrevivió manteniéndose a flote hasta que fue rescatado. Luego surgiría la versión de que Alfredo Tomassini, un colorao, hijo de familia influyente —tanto que su padre organizó una expedición privada para buscarlo— quien había debutado hacia pocos meses como centro forward, se salvó del impacto y se mantuvo a flote un buen rato hasta que lo venció el tener su pierna destrozada. Su cuerpo jamás fue encontrado.

Fue la primera vez que formé parte de un dolor colectivo, de una aflicción que pocas veces había sentido el Perú con tanta intensidad. Me consta —aunque ahora lo nieguen— que muchos hinchas de la U también estaban consternados. El mar se había tragado a dieciséis jugadores y al plantel técnico con el ‘chueco’ Marcos Calderón a la cabeza, no sé si el mejor técnico peruano de la historia, pero de hecho el más ganador. Ahora, a más de veinte años de distancia y sin subjetivismos de ningún color, pienso que Daniel Reyes en la zaga, ‘Pachito’ Bustamante y José Casanova en la volante  y el ‘Potrillo’ Lucho Escobar en la delantera, reunían todas las condiciones para triunfar en el fútbol y seguro habrían aminorado los papelones de los años siguientes. Pienso que Caíco González-Ganoza —quien después de tantos años de críticas se había convertido, por fin, en el titular indiscutible de la selección— pudo hacerse del arco patrio por unos años más, ironía de la vida, cruel como el fútbol.

A Alianza le costó mucho tiempo reponerse de tan duro golpe. Cinco años después, cuando no había presupuesto para contratar o retener jugadores como Juan Reynoso —quien formaba parte de ese equipo y se salvó al no viajar—, un equipo de jóvenes, formado en las canteras del club, llevó a Alianza de nuevo a una Copa Libertadores y, cuatro años más tarde, conseguiría el anhelado título nacional después de acumular dieciocho años de frustraciones. Pero esa es otra historia.      

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