Quienes me conocen saben
que estoy gobernado por tres grandes pasiones:
el sexo, el cine y Alianza Lima. Si las combino con música, alcohol, tabaco,
historia y literatura, no necesitaría de nada más. Mi vida sería bella.
En
2008 estuvimos a punto de repetir la tragedia de 1938, perder la categoría y
descender a segunda división, congoja que hubiese sido difícil de soportar. Lo
de jugar el torneo intermedio de 1988 no puede considerarse un ‘descenso’
porque al final estuvimos en la liguilla por el título nacional y Cueto nos
regaló un gol maravilloso frente a las gallinas en el empate 2-2. Si bien la
última campaña ha sido para el olvido, rescataré del a hinchada esa banderola
que colgaron partido a partido en el estadio de Matute, tribuna de oriente:
“Puedo amarte / Puedo Odiarte / Pero jamás abandonarte”. Frase inequívoca de un
sentimiento íntimo y blanquiazul, mezcla de esa explosión de regocijo o de
miseria, que nos alegra o nos amarga un domingo cualquiera. Cuando escribí un
artículo sobre Alianza, en un boletín de la Universidad, allá por 1992, escribí
como puntillazo una expresión similar: Ser hincha de Alianza es como enamorarse
de una morena veleidosa y coqueta, capaz de hacerte gozar y también sufrir
—sufrir de verdad— y sin embargo nunca la podrías abandonar.
Tres
han sido las campañas que me han hacho sufrir en los últimos tiempos, las de
2008, 2000 y 1992, cada una, curiosamente, con un intervalo de ocho años. Por
supuesto que ni siquiera la conjunción de las tres podría equipararse al dolor
que sufrimos la noche del martes 8 de diciembre de 1987 cuando se cayó el
Fokker F-27 AE número 560 de la Marina en el mar de Ventanilla. Tragedia que
ningún aliancista podrá olvidar jamás.
En
la década de 1980 era raro que los canales de televisión transmitieran partidos
de fútbol, a pesar que la afición —seguro— era mayor que ahora. Sin embargo,
eso no era acápite para que los provincianos no nos deleitáramos con las
transmisiones deportivas de Radioprogramas que. Como bien decía su eslogan, era
“todo el Perú a la vez”. La tarde del martes 8 seguí, como otras veces, el
partido de Alianza de visita frente al Deportivo Pucallpa. Ganamos 1-0 con gol
de ‘Pachito’ Bustamante y eso nos convertía en los únicos punteros del
Descentralizado con 21 unidades. Ya no escuché más noticias, llegó la noche y
me acosté contento. A la mañana siguiente me levanté temprano para asistir al
colegio. Antes de ingresar al aula a rendir mi examen de quinta nota —seguro
que de matemáticas— el gordo Navarro, profesor de literatura, me comenta que en
la noche declararon en emergencia al avión que traía al Alianza de vuelta. Como
sé que es hincha de la U, no le hice caso y rendí mi examen sin ninguna
preocupación. A las nueve de la mañana salimos al patio y los amigos no
hablaban de otra cosa. “¡Se ha caído el avión!”, comentaban, pero nadie tenía
algo claro. Lo primero que supuse fue que la nave, si venía de Pucallpa, seguro
se había caído en la selva. No quise pensar en muertos o heridos. Quería que
hubiera la mayor cantidad de supervivientes, que corrieran la misma suerte que
Juliane Koepcke, la joven alemana que sobrevivió a la tragedia de un vuelo de
Apsa en la jungla peruana.
Al
llegar a casa, a la hora del almuerzo, recién pude enterarme de algunos visos
de la tragedia. La radio y la televisión no dejaban de informar desde el lugar
del accidente, el mar de Ventanilla, y si bien a esa hora de la tarde no se
tenía todavía una versión oficial sobre los operativos de rescate realizados
por la Marina, las noticias me inflamaron de un optimismo inicial: si habían
sobrevivido al impacto, los jugadores podían haber sobrevivido nadando y manteniéndose
a flote. Con esa ilusión dormí la siesta que, en esas épocas, solían ser de
dos-tres horas, y al despertar, ya de noche, me vi cara a cara con la triste
realidad en la que estaba sumergida el Perú entero: el primer equipo de Alianza
Lima había sucumbido en su totalidad y sólo se había salvado el piloto de la
nave quien sobrevivió manteniéndose a flote hasta que fue rescatado. Luego surgiría
la versión de que Alfredo Tomassini, un colorao, hijo de familia influyente —tanto
que su padre organizó una expedición privada para buscarlo— quien había
debutado hacia pocos meses como centro forward, se salvó del impacto y se
mantuvo a flote un buen rato hasta que lo venció el tener su pierna destrozada.
Su cuerpo jamás fue encontrado.
Fue
la primera vez que formé parte de un dolor colectivo, de una aflicción que pocas
veces había sentido el Perú con tanta intensidad. Me consta —aunque ahora lo
nieguen— que muchos hinchas de la U también estaban consternados. El mar se
había tragado a dieciséis jugadores y al plantel técnico con el ‘chueco’ Marcos
Calderón a la cabeza, no sé si el mejor técnico peruano de la historia, pero de
hecho el más ganador. Ahora, a más de veinte años de distancia y sin
subjetivismos de ningún color, pienso que Daniel Reyes en la zaga, ‘Pachito’
Bustamante y José Casanova en la volante
y el ‘Potrillo’ Lucho Escobar en la delantera, reunían todas las
condiciones para triunfar en el fútbol y seguro habrían aminorado los papelones
de los años siguientes. Pienso que Caíco González-Ganoza —quien después de
tantos años de críticas se había convertido, por fin, en el titular
indiscutible de la selección— pudo hacerse del arco patrio por unos años más,
ironía de la vida, cruel como el fútbol.
A
Alianza le costó mucho tiempo reponerse de tan duro golpe. Cinco años después,
cuando no había presupuesto para contratar o retener jugadores como Juan
Reynoso —quien formaba parte de ese equipo y se salvó al no viajar—, un equipo
de jóvenes, formado en las canteras del club, llevó a Alianza de nuevo a una
Copa Libertadores y, cuatro años más tarde, conseguiría el anhelado título
nacional después de acumular dieciocho años de frustraciones. Pero esa es otra
historia.
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