Cuan
irreverentes y poco consecuentes somos algunos en la adolescencia, etapa que al
fin y al cabo se escapa, dejándote momentos de angustia, ansiedad y otras
sensaciones que jamás se olvidan. Jorge Luis Borges murió en Ginebra a mediados
de junio de 1986, cuando yo me encontraba entre los catorce y quince años. “Viejo
cabrón, te fuiste para no ver a Argentina campeón”, pensé a sabiendas que la
pasión por el fútbol le disgustaba. Despreciaba a quienes sólo tuvieran
inteligencia para patear una pelota.
Estos cabellos fueron
castaño oscuro
Mi
primera obsesión por Borges no fue literaria, lo confieso, fue más bien por su
senectud, ya que por ese entonces no existían muchos personajes seniles. Dalí
que se le veía en silla de ruedas y sondas por las narices, Greta Garbo vivía
recluida en su departamento de Manhattan, igual que Hirohito en su residencia
imperial. En el Perú teníamos a Luis Alberto Sánchez, ministro de gobierno y
conductor de un programa televisivo a edad casi nonagenaria. Borges, pues,
pertenecía a este club de mausoleos vivientes. Un dinosaurio resistido a la
extinción, arreglándoselas para hacer noticia de cuando en cuando superando los
achaques y la invidencia. “Papá, ¿cómo le hace Borges para burlarse de la
muerte?”, le pregunté a mi viejo. “Supongo que el anhelo de recibir algún día
el Nobel”, me respondió, agregando que los suecos jamás le otorgarían el
preciado galardón por discrepancias ideológicas.
“¡Cómo
es que puede seguir respirando tan campante!”, pensaba, sin considerar que mi
abuela —todavía con vida— era unos añitos mayor que
Borges. La apuesta por saber hasta cuando resistiría, se convirtió en
preocupación personal. “Hasta cuando, don Jorge, ¡hasta cuando!” Quizá por
casualidad habría tenido la fortuna de beber de las aguas milagrosas que describe
en El Inmortal, cuento que me marcó a
mi temprana edad. “Viejo pendejo, tú eres Homero”, dejándome para siempre
entrampado en el laberinto de su obra. Borges no es precisamente Dédalo, más
bien es el Minotauro.
De El
Aleph, pasé a El libro de Arena —libro
monstruoso sin principio ni conclusión—, de La
historia universal de la infamia a Ficciones
donde aparece mi cuento borgeano favorito: La forma de la espada. Su desenlace —Yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme— me impresionó tanto de
púber como el final de Casino Royale —¡Sí, maldita sea, “era”! ¡La muy perra ha
muerto!— de Ian Fleming.
Semanas antes de su muerte, leí una entrevista a
Borges donde declaraba: Hay alguna gente joven que perdona mi vejez y viene a verme
(…) En cuanto a la vejez, no se la aconsejo a nadie, pero si llega, mejor
resignarse. Cuando yo era joven, pensaba en el suicidio, en cambio ahora el
tiempo se encargará de suicidarme en cualquier momento, no tengo porqué tomarme
ese trabajo. (…) El país tiene demasiados viejos, pero yo no tengo la culpa de
eso. En fin, trataré de morirme lo antes posible. “¡Carajo!”
Supuse entonces que el hecho de que Jorge Luis estuviera quitándole aire a la
gente era inquietud de más de uno. Era quizá una cuestión de Estado en América
Latina. ¡Acaso universal!
Borges,
el hombre que vino al mundo en el ocaso del siglo XIX y estaba destinado a ser
protagonista del siglo XX, murió a los ochenta y siete, justo al mes de
contraer nupcias con su secretaria, María Kodama, medio siglo menor que él. Después
de su muerte no me he vuelto a preocupar por la vejez de nadie, menos ahora que
me asemejo tanto a él, no por su talento, sino por lo achacoso.
A través de las brumas le parece distinguir las
siluetas de los moriscos edificios de Ceuta, la ciudad de Malí, la díscola
manceba que le prodigó su tibieza en una noche invernal en Ginebra, recibiendo
como retribución un cuento absurdo, inspirado en una frase que ella escribió en
el espejo con el vaho del agua caliente: “Sujétate a los muros de la vida y así
evitarás tragedias”.
Expiraba el año veintinueve y el literato
argentino con treinta años cumplidos y un sin número de manuscritos, viaja en
pos de la aventura de su vida en el Zeus, barco de bandera griega, eslora
mediana y camarotes poco confortables, transporte barato de turistas y
traficantes de poco calibre. Los miembros más viejos de la tripulación añoran
su perdido boato cuando fue echado al agua desde los astilleros de Salónica, en
los días de Spyridon Luis, o la gloria de no haber sido hundido por traslado de
armamento y milicianos durante la Primera Guerra.
El Zeus traspasa las columnas de Hércules,
puerta de entrada al Mediterráneo por el poniente. Sus intenciones sensuales de
aspirar en el aire el aroma de Malí, son rotas cuando un pibe hala la manga de
su sobretodo de fieltro.
—El señor Moon lo
aguarda en su camarote. Le recuerda que entre ustedes queda una deuda pendiente
por saldar.
Pensar
en ese irlandés de cicatriz horripilante en la tez, le provoca una genuina
repulsión. “¡Moon el despreciable!”, lo llama. No tiene pruebas, pero está
convencido de que se aprovechó de la acalorada discusión que mantuvo con el
antropólogo de Amberes y el humorista de la revista Punch sobre la situación
caótica en la república de Weimar, para derrotar a los tres en la partida de
naipes, dejando en prenda las ediciones originales del Novum Organum escrito por el barón de Verulam y La ciudad del Sol del dominico Tomasso
Campanella, adquiridas por una bicoca en una librería de Dublín.
El
literato abandona la cubierta y se dirige al despensero, desanuda la bufanda de
su cuello y deposita unas monedas a cambio de una botella de brandy y un
paquete de cigarrillos turcos.
—Tenga la
amabilidad de bajar a la bodega. Yo no puedo caminar. Mire cómo la necrosis ha
consumido mi pierna.
Cauteloso de que la penumbra le
juegue una mala pasada, desciende despacio por las escaleras. Su sorpresa es
grande cuando se encuentra cara a cara con una historia, su propia historia, en
un hombre que yace atado de manos y pies, rodeado de cestos de mimbre y la
espalda apoyada a la pared. Enciende una cerilla y nota en su mirada que lleva
mucho tiempo esperándolo, sin expresar ninguna emoción porque el momento ha
llegado.
—Nuestro destino
no es Esmirna, ¿verdad? —pregunta sin distinguir si lo hace en inglés o en
francés.
—Claro
que no —responde y le explica que el periplo del Zeus no incluye el mar Egeo.
Bordeará la costa africana, se internará en el canal de Suez y navegará el mar
Rojo hasta las costas de Eritrea. Allí con su nuevo amigo, el antropólogo de
Amberes, se trasladará a Asmara y formará parte de una expedición hacia las
inhóspitas mesetas de Abisinia, en busca de las minas del rey Salomón—. ¿Quién lo lleva así,
atado de manos y pies?
—Es usted quien
me lleva cautivo —alega ese hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba
sinuosa, de rasgos singularmente vagos—. Sin piedad alguna me lleva maniatado
en su mente desde que acabó de leer los seis volúmenes de La Ilíada de Pope que le vendí meses atrás a la princesa de Lucinge.
El literato no puede evitar una
momentánea calentura al evocar a aquella dama, cuyo esplendor data de fines de
la era victoriana, pero su entereza física e intelectual todavía la vuelven
motivo de perversas elucubraciones.
—Usted invoca mi
presencia exigiéndome que lo guíe a la ciudad de los inmortales y le muestre el
río cuyas agua los hace imperecederos. Mas me intriga saber cuál es su
propósito. ¿Quiere convertirse en un troglodita o acaso quiere conocer a
Homero?
El literato intenta balbucear una
pregunta, pero su interlocutor lo corta con gesticulaciones mil.
—¿Qué pretende
usted de Homero? ¿Obligarlo a seguirlo por este siglo de la misma forma como
Dante obligó a Virgilio a conducirlo por el Averno? Pues siento desilusionarlo.
Le advierto de antemano que no conservo la fortaleza de centurias atrás y no me
es posible atravesar desiertos donde negra es la arena, regiones bárbaras donde
la tierra es madre de monstruos hasta llegar al río secreto que purifica a los
hombres de la muerte y cuyas aguas tuve la mala ocurrencia de beber. Doy
gracias a los dioses porque en Bombay la sed me impulsó a beber de una fuente
de aguas prístinas, como no había visto jamás, y para mi ventura, después de mil
ochocientos años he vuelto a envejecer, volví a morir otra vez y hoy, por fin,
estoy dispuesto a desaparecer. Sus intentos por disuadirme a mostrarle el
sendero son vanos. Mi cuerpo ya se deterioró bastante. Estoy débil, enfermo y
desprovisto de la fuerza de antaño, de cuando estos cabellos fueron castaño
oscuro. Así quisiera, ni llevado en andas podría sobrevivir a la excursión y
dudo que su cuerpo enclenque de bibliotecario resista también. ¡Usted no me
puede obligar a morir allá! Hace siglos que mis centuriones son polvo en el
desierto y no quiero unirme a ellos. Yo, Marco Flaminio Rufo, soy Ulises y soy
Simbad. He perdido la cuenta de cuantas mujeres he tenido y estoy cansado de
que mi descendencia no me pueda sobrevivir. En la isla de Ios hace siglos que
me espera un sepulcro. Lo poco que me queda es para llegar hasta allá...
Aturdido en medio
de su laberinto, el literato observa cómo su interlocutor comienza a diluirse
en la oscuridad del crepúsculo.
—Usted, Jorge
Luis, no intente cambiar las cartas de su destino. Jamás se convertirá en
Homero. Fruto de su anhelo persistente, a lo mucho quedará como él privado de
la visión y acabara sus días teniendo como lazarillo a una mujer. De sus ansias
de inmortalidad solamente quedará lo que deje en sus escritos y al final
terminará agradecido de que la muerte lo libera de la vida.
Las paredes de la bodega se
desvanecen y emerge para el literato un ambiente más reconocible; su despacho,
sus libros, las hojas en blanco en pos de sus palabras.
—¡Qué espera,
maldito redactor de quimeras! ¡Escriba y déjeme morir en paz! Confío que hará
de mi historia un relato reconfortante y vigoroso. No haga de mis andanzas una
tragedia más.
1 comentarios:
¿A quién le hurtaste ese cuento, huevón?. Es bueno saber que no todo lo ves cachar en la literatura.
Es un cuento muy bueno.
Pero en serio, ¿a quién se lo compraste?
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