
Siempre tomé la mentira como una diversión, un pasatiempo, jamás como un desvarío o patología capaz de enajenarme en un universo fantástico, paralelo donde la ficción se trastoca con la realidad. Si no fuera por mi mitomanía jamás habría alcanzado éxito como creativo en Young & Rubicam, aceitando los engranajes del gran sistema productivo al idear publicidad que exacerba las necesidades de los consumidores. Era mentiroso y me entretenía. Esa había sido la lección de Carlos Baccetti cuando me matriculé en su curso de Creatividad en la Argentina: “Divertite y no tomes las cosas en serio; de la publicidad nunca saldrá la vacuna que mejore a la humanidad”.
Ese martes por la noche, la chata Jiménez, directora de arte de la agencia, estaba histérica. Su enamorado, el Chato Graña, redactor junior en Causa y el malogrado de Rázuri, director creativo en Pragma, habían salido el viernes de juerga y a la fecha nadie sabía nada sobre su paradero. “Seguro deben estar puteando en Las Cucardas”, pensé, pero no se lo dije a la chata. Había en la vida cosas más importantes que preocuparse por Jorge Graña.
—Ya
me llegó al pincho, ¡vámonos! Seguro mañana sacamos un puto concepto decente
—exclamó Renzo, mi dupla creativa, mortificado como siempre que se quedaba
hasta tarde—. Vamos a ver si el día en que se nos seque la creatividad, la
agencia reconocerá las horas extras que le regalamos.
Había
en la desazón de Renzo mucho de su viejo, uno de los mejores publicistas de su
época, creador de campañas magistrales para Ajos Tito, Embutidos La Moderna y
el Jarabe calmante de la Señora Winslow; sin embargo, aquejado por el síndrome
de la Infertilidad —mal que de manera pasajera o permanente afecta a todos
los creativos— con un agradecimiento más falso que las relaciones públicas le
dieron una patada en el trasero.
Contagiado
del aburrimiento de mi compañero, me dejé convencer y salimos de la agencia. Eran
casi las once y lo único que tenía en mente era tomar un buen trago y
relajarme.
—Hoy
es el cumpleaños de Roxana —me dijo mientras bajábamos hacia el estacionamiento
y pude por fin comprender el motivo de su mal humor. Semanas atrás, mi dupla
había roto su relación de cuatro años por lo que una fecha como esa era idónea
para hacerlo presa de la nostalgia, así que me propuso ir a un local de
Barranco a escuchar un poco de jazz. Como su plan me pareció medio huevón, lo
convencí de dar un vueltón por Miraflores y tomar unas aguas en Porta, ‘la
calle de las chelas’.
A
eso de las dos, salimos de El Pollo Pier con el alcohol suficiente para
acostarme y levantarme fresco a la hora de costumbre. Antes de echar a andar mi
Peugeot, una luz de neón iluminó el parabrisas, era el letrero de El Gato Azul,
antro con aroma putañero, ideal para satisfacer mis deseos desatados. Nada
perdíamos con dar un vistazo. Era día de semana y no cobraban entrada. Crucé el
umbral y me vi en medio de un mar de gente. ¿Cómo dicen que no hay plata? ¡Viva
el Perú, carajo! Renzo hizo caso omiso de mi advertencia de no comprar cerveza
en este tipo de locales donde la mezclan con agua y luego se te afloja la
guacha, pidió una jarra y ese fue el gancho para que se acercara una chiquilla
más fea que la última campaña de Telefónica. Mi compañero se resistió a meterle
letra, a pesar de mis arengas, recordándole que Bukowski —mi gurú espiritual—,
había encontrado enriquecedor revolcarse con las mujeres más abominables.
“Quiero olvidar a mi flaca, pero no morir de sida”, se excusó. “¡Qué maricón!
Si no te la quieres culear, igual sácala a la calle y le metemos golpe por
puta”, retruqué, no sé con qué gestos maniáticos porque la chica se marchó,
llevándose a mi partner de la mano, metiéndolo en el baño de mujeres
bajo la promesa de que ella lo iba a cuidar. “Ese amigo tuyo es malo y te
quiere hacer daño, ¡córrete de él!” Por supuesto que la perra se equivocaba. Renzo
sería chibolo, pero era mi brother y jamás lo cagaría. No obstante, el
verme libre de él, me moví hacia la pista de baile y me coloqué entre dos mulatas.
—Salte
de acá, nosotras somos lesbianas.
—A
ver, dense un chape —las desafié incrédulo, sin imaginar que ambas se
abrazarían y se besuquearían obsequiándose candorosas caricias—. Yo soy gay,
podemos hacer un trío y pasarla de puta madre —agregué, acorralando a la más
chata, la que más me gustaba, quien se colocó a mis espaldas y me punteó con su
clítoris erecto. Mis manos sin voltear tomaron sus nalgas y las rellené con su
carne palpitante, moviéndonos al ritmo de una toada.
—Oye,
meninho, te mueves muy bien, ¿cómo te llamas? —me preguntó y le dije que
me llamaba Jorge y era redactor publicitario. De ahí no necesité de nada más
para ver a la morena rendida en mis brazos. Sabía que tenía magia eso de
venderse como marca registrada.
*******
Su
nombre era Xiomara. Eso lo supe en la mañana porque en la noche, mientras
bailábamos, no presté atención a sus palabras. Amanecí en su cama calato, sin
mi calzoncillo con el logo de Universitario, del balompié peruano, la
máxima expresión. Tras cuatro jarras de cerveza adulterada, la cabeza me
estallaba. Eran las nueve, a las once teníamos cita para presentar una
estrategia creativa para la nueva presentación de Condones Durex.
“¡Levántate!”,
me dijo lo poco que me quedaba de responsabilidad, pero sabía que Bukowski no habría
obedecido en mi lugar, menos si los dedos filosos y palma de ventosa de la
morena aprisionaban su miembro, imposibilitando cualquier
movimiento. Ojalá que Renzo, a quien no volví a ver desde que lo
encerraron en el baño, anduviera lúcido y se le ocurriera cualquier idea para
salir del paso. “Claro, siempre y cuando no se dedicara a vender en la agencia
los brownies cagones que preparaba su mamá”. Sin más dilaciones tenía
que volverla a amar y debo reconocer que me gustó, que digo me gustó, ¡me
fascinó!; sus genitales húmedos y estrechos me hicieron sentir ese placer
sublime que mi publicidad prometía a los consumidores del sabor
naranja-mandarina de ron Bacaratt. Envié, desde mi celular, un mensaje de texto
a Paco Torrado, director creativo de la agencia. “Probando nuevos condones
Durex textura de lija. Aviso si sale idea ingeniosa”.
No
sé cuántas veces manoseé, succioné, mordisqueé su anatomía. Al caer la tarde,
borracho de amor, me quedé dormido, no sé por cuánto tiempo, sin tomar
conciencia de que por lujurioso estaba perdiendo la última chance de salvarme.
Luego, ya no tendría escapatoria.
*******
Los
gélidos azotes de la humedad contra mi cuerpo desnudo provocaron que me
despabilara. Me tomó unos instantes darme cuenta que gruesas cadenas
sujetaban mis brazos a la pared. ¿Cómo había pasado? ¿En dónde diablos estaba? Imposible
precisarlo. Ni en mi peor pesadilla habría imaginado un lugar más tétrico y
lúgubre, iluminado apenas con dos cirios en un candelabro. Los inmensos bloques
de piedra semejaban la sala de torturas de la Inquisición o la misma caldera
del Diablo.
Colgados
como yo aparecían, para sorpresa mía y con sus miserias al descubierto, Jorge
Rázuri de Pragma y Jorge Graña de Causa, los publicistas juergueros
que todos daban como no habidos. Me hubiera gustado decirle a Graña que sus
spots de Cerveza Puneña —envasada por la Sociedad Cervecera del Titicaca—
eran una buena mierda. “¡Métete las chapitas por el orto a ver si craneas algo mejor!”,
pero era imposible. Los tres nos encontrábamos amordazados.
Cuando
parecía que mi carne se iba a entumecer, apareció Xiomara, con una túnica
violeta y dos mujeres más ataviadas como ella. Una era la otra mulata con la
que estuvo en la discoteca y que luego se descubrió como su hermana. La otra,
mucho mayor y de piel más morena, era su mamá, vieja polilla que todavía
conservaba su culito, tanto que en la misma noche pudo seducir a los pendejazos
de Rázuri y Graña, tras pasarse de vueltas en un antro de La Marina. Cuántas
veces les había advertido que hacía daño fumar de la mala.
—Por
fin completamos la trilogía con el tercer Jorge publicista. Al filo de la
medianoche cortaremos sus cabezas y recolectaremos la sangre, llenas de ideas
frescas, cumpliendo así con el conjuro del chamán.
Temblorosos
como nos hallábamos —si me dejaban mi calzoncillo de la U seguro
enfrentaba la tortura con mayor valor—, poco a poco comprendimos las diabólicas
intenciones de la doña. Hacía unos meses, Jorgito, su único hijo varón, negro
muy habilidoso en la redacción de copys, entró a laburar en una agencia
pequeña —de esas que aparecen con entusiasmo y la SUNAT se encarga de desaparecer—,
donde le encargaron realizar una campaña para unos libros de superación
personal, escritos por un sacerdote pederasta. El pobre presentó muchas ideas,
pero el cliente —de esos que no saben que es lo que quieren—, las rechazó una
por una. “Vuelve mañana con otras nueve propuestas”. De tanto pensar, el grone
terminó quemando checo y lo botaron de la agencia como un perro, quedando
traumatizado y enclaustrado en su habitación, siguiendo por la radio los
partidos del fútbol peruano y aplaudiendo comerciales tan malos como los que
hacía el chato Graña. La señora, muy preocupada, acudió al consultorio de Aivan
Quesquén, famoso chamán de Huacho, cerca de la plaza Manco Cápac. Tras pasarle
el cuy y echarse un polvillo, le proporcionó una botella de yonque, cinco
plumas de gallinazo y quince vellos públicos de ayacuchana recién desflorada.
“Todo esto, mamacita, lo mezclas con la sangre que irriga las mentes de tres
publicistas que deben tener el mismo nombre que tu niño. Dáselo de beber
durante cuatro noches seguidas y te aseguro que recupera su lucidez creativa”.
La
tía inició el ritual profiriendo palabras ininteligibles. Un vaho caliente que
avivó las flamas de los cirios, anunció la presencia de espíritus maléficos,
obedientes a las invocaciones. Las hijas desgarraron sus investiduras y se
revolcaron en el piso en catarsis. Sudorosos como presas en el brasero, la
señora extrajo un cuchillo filoso, haló nuestras cabezas de los cabellos y sin
inmutarse por nuestros ojos horrorizados —sobre todo los del chato, incapaz de
morir con dignidad— nos degolló uno por uno, recolectando nuestra sangre en
unas bandejas de metal. “Mamita, córtales también el pitito para comerlo como
pescuecito de pollo”, propuso la menor, mientras la pócima le era llevada a
Jorgito, quien la bebió ávido de una recuperación que nunca llegó. El conjuro
no surtió efecto y al negro no lo contrataron ni como frilo
en Producciones Berlín.
Qué
lástima. Seguro nuestras tres creatividades fusionadas en un solo cerebro le
habrían dado al Perú muchos leones de oro en Cannes. Y todo por culpa de mi
maldita mitomanía que me hizo decirle a la negra que me llamaba Jorge y no
Germán como consta en mi partida de nacimiento. ¿O acaso tú que me lees,
eres de los que sueltas a las putas tu nombre verdadero cuando recién las
conoces?
2 comentarios:
Ese es el Alfieri que conozco.
Muy bueno el cuento, pero me gusta más tu estilo serio que el chonguero... Insisto, a quien le robaste el cuento sobre Borges. Me lo cagas al tío.
te quiero alfieri!!!!! todo lo que escribis tiene un nivel superior!!! sea chongero o serio.
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