lunes, 11 de mayo de 2009

pasiones solitarias

En una parte de Cachupipe, relato de mi primer libro Entre Alacranes, uno de los personajes dice: Bienvenido al club de los platónicos, Cachupipe. Sigue así y serás su presidente honorario. Convencido estoy de que yo también ocuparía ese cargo vitalicio. Confieso pues que fui, soy y seré un platónico empedernido, enamorado de pasiones imposibles. Aún casado y a mi edad, de antemano me sigo prendando como adolescente de tal o cual mujer, aunque sé de antemano que no habrá, ni forzaré, ningún tipo de desenlace. Además de timorato, soy un hombre felizmente casado (no lo tomen como resignación, por si acaso) y como estamos lejos todavía de una sociedad utópica y tolerante donde predomine el amor libre, no arriesgaría mi matrimonio o dejaría a mi hijo sin padre por una aventura. Después de muchos años de vida conyugal he reprimido mis bajos instintos y me he mantenido físicamente fiel (salvo desahogos manuales)… pero no mentalmente, que es la manera más cómoda y menos comprometedora de sacar los pies del plato.  

Debo reconocer también que mis platónicos apasionamientos de ahora son tibios y frívolos, efímeros e inconsistentes. Calentura o arrechura momentánea en la mayoría de casos. Pero si por ahí aparecen pajarillos y se enciende la caldera debajo del esófago, son ilusión de hoy y olvido de mañana. Todavía no me he enfrentado a una pasión desenfrenada capaz de idiotizarme y arrojar el amor de mi mujer y todo lo conseguido por la borda. Así que tranquila, querida, Paulina sólo es una amiga.  

Volcánicas pasiones platónicas eran, por supuesto, las que me embargaban en mi niñez y juventud. Esas sí que cogían carne, me aflojaban el estómago y todavía en el presente, se mantienen vívidas por esa cosa llamada nostalgia. A las damiselas en cuestión, ya que en su momento no me gané su amor, no aspiro ahora a ganarme su eterno aborrecimiento o su desprecio, por lo que preservaré sus identidades nombrándolas como elementos químicos o formulas físicas. Si en su momento no tuve los cojones para decir su nombre (aunque me cagaba por hacerlo), poca relevancia tiene mencionarlas ahora.   

Mi recorrido por amores irresolutos comenzó temprano, a los cinco años, en lo que en mi época llamaban kindergarten. A la primera de todas la identificaremos como POTASIO. Era la chiquilla rubilinda del salón, por eso fue coronada reina de la primavera del jardín de la infancia en una ceremonia en el teatrín del colegio San Vicente de Paúl. Yo no lo olvido porque fui su paje (no en vano era el hijo de la directora y propietaria del plantel) y tenía cara de niño bueno, peluca con cerquillo, portando la corona en un cojín de felpa rosado, al compás de la Marcha Triunfal de Aída de Verdi. Ese fue nuestro máximo momento. Al siguiente año, Potasio y yo fuimos matriculados en colegios distintos y con el paso del tiempo la volvería a ver de manera muy esporádica pero nunca cruzamos una sola palabra (seguro que nunca le hablé, ni siquiera una vez). Ahora, supongo, debe andar por Lima o el Extranjero porque hace mucho que no la he vuelto a ver.    

Mi segundo amor platónico he de llamarla MAGNESIO y fue uno de los más prolongados. A pesar de su pequeña estatura, por mucho tiempo quedé encandilado por su rostro al que por mucho tiempo consideré ‘perfecto’, el epitome de la belleza femenina. Me encantaba sus ojos ‘chinitos’, su nariz respingada y su cabello ondulado.  La quise no desde la primera vez que la vi sino desde nuestra primera discusión en segundo grado de primaria. Yo lo recuerdo, seguro Magnesio no, que sentado delante de ella nos retamos a quien sabía más personajes de Walt Disney, y por supuesto fui el ganador debido a mi propensión de memorizar cojudeces. En tercer grado, el destino nos volvió a sentar juntos, atrás, pegados al mapa del Perú y recuerdo que con ella aprendí que en nuestra geografía habían lugares llamados Sandia o Puerto Bermúdez. Finalizado ese año, mi pasión por Magnesio se sumergiría en un largo paréntesis, seguro porque no volvimos a coincidir en un salón de clases, y no volvería a aflorar hasta seis años después.   

Por ERBIO no fue un amor platónico, pero sí la primera chica a la que puedo considerar mi amiga de verdad (la amistad entre un hombre y una mujer no es ficción). Durante dos años, quinto y sexto grado de primaria, fuimos inseparables, cómplices, casi uña y carne. Compañeros de chismes y mataperreo. Y Erbio era guapa. Alta, rubia, de ojos verdes. Lástima que nunca más volvimos a compartir un salón de clases. Sin ser compañeros de carpetas nuestra fraternidad se enfrió al punto que hoy si apenas nos saludamos. Una lástima pero es ley de vida que uno vaya dejando grandes amistades en el camino. No volví a tener otra gran amiga hasta que en la Universidad conocí a Sheila Lezcano Martinet.  

Mi amor por Magnesio se reavivó inesperadamente en tercero de media (bueno, en segundo porque me jalaron de año).  La explicación se debe a que en el verano previo escribí una novela ambientada en una escuela secundaria (de la que conservo algunos capítulos, pensando que algún día podría ser una serie de TV, un remedo de Los Años Maravillosos) y utilicé su figura para mi protagonista. Durante todo ese año —1986— Magnesio fue mi gran amor. Por ella me aficioné a la música romántica (esta cobardía de mi amor por ella, hace que la vea igual que a una estrella…), me aluciné poeta y parí unos cuantos poemas espantosos, tomé como costumbre bañarme dos veces al día. Incluso en una agenda apunté todos nuestros encuentros fortuitos (o provocados por mí) sea en el colegio, en los juegos mecánicos, en un velorio, en una parrillada en la iglesia Fátima, en un quinceañero. Siempre sospeché que ella sabía lo que yo sentía, pero fiel a la regla número uno de los platónicos, jamás la supe confrontar. Esa falta de valentía también la sufriría con mis dos siguientes pasiones platónicas.    

De KRIPTÓN me ilusioné perdidamente en el verano de 1987. La conocí una noche en la plazuela de Huanchaco y aún recuerdo como vestía: blusa celeste y pantalón blanco, Buena conjunción con su cabello lacio y sedoso y sus dientecitos de roedor. Esa noche subimos en mancha al campanario y luego nos aproximamos al cementerio. No sé si ella los recuerda, pero esa noche fue —aunque suene cursi— uno de esos momentos mágicos de los que se compone la vida. Los dos conversando casi echados en una lápida doble, de dos esposos que no dejábamos descansar en paz. Mi platonismo hizo que no me moviera de Huanchaco hasta que llegó el invierno y se acabó el amor de verano. Curiosamente al verano siguiente volví a ilusionarme con Kriptón pero igual no pasó naranjas. La última vez que nos vimos ese verano no fue en Huanchaco sino en Trujillo, en una fiesta en La Merced, a una cuadra de donde ella vivía. Esa noche bailamos, la acaparé lo más que pude, la acompañé a su casa, quedé en ir a visitarla uno de estos días y… hasta ahora.  

Lo anecdótico es que al retornar a la misma fiesta —otra noche mágica— luego conocí a la chica de la que no me enamoré pero estoy seguro que hubiera sido una excelente enamorada, porque ciertamente era una chica especial. A ella la llamaré RUBIDIO, su carácter era como caramelo pero imposible que te pudiera empalagar. A lo largo de 1988 nos las arreglamos para coincidir en varias fiestas: en Buenos Aires, en el Country Club, en el ‘Ovni’ (lo que hoy es una dependencia policial en Húsares), en la Av. El Ejército. Apenas me animaba a acercarme, “ella era mía por toda la noche”, claro que en un sentido figurado porque nunca le pude arrebatar ni un miserable ósculo furtivo. Apenas llegaba, la acaparaba para mí y no la compartía con nadie. Lo curioso era que el Chavo, uno de mis grandes amigos, andaba templado de su mejor amiga, a quien le decíamos la Cuy y justo después de ese quinceañero en la Av. El Ejército, quedamos con ellas que el próximo viernes las iríamos a visitar. Llegó la fecha indicada y estábamos con todos los amigos de siempre. Ellos se iban al Che Burger, nuestro point en la Av. Fátima (algo así como el Arnold’s de Días Felices) y nosotros nos quedamos en la esquina, a la espera de un micro verde California-La Esperanza (eran los días inmediatos al primer paquetazo de Alan, ¡qué ibas a gastar en taxi!). Eran las nueve de la noche. Aparece un micro —según el Chavo, se llamaba Patty como su amada— y de repente la cobardía. ¿Subir o no subir o cumplir o no cumplir con nuestra cita? El Chavo y yo dudamos. No sabíamos qué hacer. Le hicimos caso a Chito quien desde la puerta del Che nos dijo: “¡vengan, huevonazos!”, y efectivamente, fuimos huevonazos. Al poco tiempo, Rubidio y la Cuy tuvieron enamorados y nosotros nos quedamos tocando palmas. Sin embargo, a fin de año —y con enamorado y todo— yo llevé a Rubidio cómo pareja de promoción …y también el Chavo llevó a la Cuy.

Como mencioné líneas arriba, de Rubidio no me enamoré, aunque me hubiese encantado. Principiadas las clases, me tocó estudiar por primer y único año con una muchacha de la que me prendé como no había sucedido jamás. Una pasión que pasó de platónica a plutónica. La identificaré como E=MC² y se trataba de una muchacha alta, rubia, de facciones de valkiria, deportista y estudiosa, de costumbres ciertamente modosas; nada que ver con un animal como yo, pero dicen justamente que el amor es así, el polo opuesto es el que te atrae. Si bien las facciones de Magnesio fueron en su momento la perfección, nada fue a posteriori con el rostro de E=MC² quien se posicionó en mi mente como mi Kathleen Turner de carne y hueso. De lunes a viernes en clases, sentada a dos carpetas, no podía, me era imposible estar sin contemplarla. Gracias a ella las clases de geometría o biología se me hicieron soportables. Mi Mirada quieta recibía como recompensa que ella, de cuando en cuando, volteara a verme, apenas unos instantes, pues como si fuese un cervatillo (disculpen la ñoñez de la figura) se escurría de inmediato.   

A diferencia de otras ‘relaciones’ platónicas, con E=MC²  siempre existió una barrera, una especie de incomunicación. Con otras al menos llegué a la categoría de ‘amigo’, con ella no. La verdad que la veía tan inalcanzable que mi amor mudo se expresaba en una mirada que no disimulaba. Aunque nunca se lo dije y ella no lo escuchó, más temprano que tarde descubrió que yo la amaba, pero ambos decidimos mantenerlo en secreto, un secreto que se mantuvo hasta una fiesta de fines de octubre, pero no adelantemos los hechos. A medio año, nos cambiaron de sitio en el salón y E=MC² fue ubicada en la misma hilera que la mía, separados por un huevón que felizmente se enfermaba a cada rato y me dejaba vía libre para dirigirle la palabra. No fueron muchas ocasiones, pero fueron. Conversamos de todo un poco y todavía recuerdo cómo sintonizamos cuando hablamos de una muy Buena película que lamento no recordar su nombre —estoy seguro holandesa y la pasó Panamericana en trasnoche— sobre un joven judío, fanático de los western, a quien en plena ocupación nazi de Ámsterdam, le cocieron una estrella amarilla en su ropa, creyéndose que lo habían nombrado sheriff. Volvimos a sintonizar de mejor forma cuando de improviso nos designaron a los dos a exponer las cualidades de un buen cristiano en los sábados de preparación para la confirmación (y si un agnóstico como yo se confirmó fue para pasar más tiempo cerca de ella). 

Una noche de octubre hubo una fiesta en el colegio a la que entramos tarde, ebrios, intoxicados de tabaco y ron por celebrar el cumpleaños de Luchín. Y así, beodo como estaba, la vi, me acerqué y la abordé. Le pedí que bailara conmigo, en los parlantes sonaba una canción apropiada: You shook me all night long de AC/DC. Ella me dijo que se tenía que ir, que la hora estaba avanzada. Yo le pedí que aguardara, que esa canción me encantaba, que ella también me gustaba. Esta abreviada versión de los hechos, trascurrieron para mí en unos segundos, pero, según testigos oculares, todo eso se lo dije —y repetí— varias veces hasta que ella se fue. Pasado el fin de semana, ya en clases, me tildaron de dos cosas: de borracho, por lo que fui conminado por todos los profesores a no asistir en estado indecoroso a ninguna fiesta del colegio bajo amenaza de expulsión; y de templao, pero no de E=MC² sino de una auxiliar de disciplina, una chilena que estaba bien rica quien se me acercó para botarme de la fiesta y yo le dije que también me gustaba y que la quería sacar a bailar. 

Afectada o no por mi etílica declaración de amor, lo cierto es que E=MC²  ya no volvió a ser conmigo la misma de antes. Después de la secundaria nos tropezamos en unas cuantas ocasiones pero no pasamos de un saludo formal. La última vez que la vi fue en el campus de la Universidad de Lima en 1993 al que acudí a un encuentro de comunicadores. Supe que ese mismo año se casó con un limeño y creo que nunca más regresó a Trujillo. Hace unos meses, abrí mi cuenta en Facebook y de inmediato invité a varios compañeros de mi promo, a ella entre ellos. Como hace veinte años, E=MC² me volvió a rechazar.

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