Hace un millón de años cohabitaban sobre el planeta dos grupos de hominidos: el Homo Robustus, caracterizado por su fortaleza y el Homo Habilis, caracterizado por su inteligencia. En la lucha por el dominio de la tierra, de poco le valió al Homo Robustus apelar a la fuerza, al final fue víctima del Homo Habilis que había aprendido a utilizar distintas herramientas para matar. Algo parecido sucedió hace unos treinta y cinco mil años cuando el Hombre de Cromagnon ocasionó, en su afán territorial, la extinción del Hombre de Neanderthal.
Desde los inicios de la escritura han quedado registros de masacres de egipcios contra nubios (y viceversa), aqueos contra troyanos, micénicos contra minoicos, persas contra babilonios, romanos contra cartaginenses. En el Perú, visitar un templo como el de Sechín es una experiencia sobrecogedora. Sus paredes testimonian el paso de una raza orgullosa de haber asesinado, mutilado, arranchado ojos y, no contenta con ello, haber masacrado también a la prole para evitar que en un futuro cobren revancha.
Cuatro mil años atrás, el Dios de judíos, cristianos y mahometanos, eligió a un vecino de Ur como semilla de su pueblo elegido. Al servicio de su señor, Abram batalló contra varios reyezuelos establecidos en Canaán. Sus descendientes fueron también guerreros cuando no ladronzuelos. Muchas veces, como consta en la Biblia, obedecieron instrucciones celestiales de arrasar ciudades, no dejar hombre vivos, rapiñar todos los objetos de valor, tomar a las mujeres que no han conocido varón, esclavizar párvulos, etc. (es palabra de Dios, te alabamos Señor). En la Edad Media, las autoridades eclesiásticas aplicaron varias enseñanzas del Antiguo Testamento, sea participando en las Cruzadas o contratando mercenarios para los poderosos ejércitos pontificios (¡Aniquilad en nombre de Dios!). Política sacra fue no dialogar sino perseguir o asesinar a todo aquel que se opusiera a los mandatos de Roma. Millares de personas muertas en suplicio o la hoguera o matanzas orquestadas como la infausta noche de San Bartolomé.
El etnocidio y la intolerancia alcanza en tiempos recientes y a civilizaciones más ‘avanzadas’. Los Estados Unidos se volvieron grandes tras practicar el exterminio masivo de la población nativa. Argentina, Chile, Brasil, Australia, Sudáfrica, etc. ejecutaron matanzas similares. El siglo XX está plagado de masacres contra armenios, judíos, palestinos, kurdos, camboyanos, chechenos, hutus, tutsis, etc. No miles, sino millones de seres humanos, sólo por pertenecer a otra raza, otro credo, otra costumbre u otra opinión que sus verdugos.
El etnocidio y la intolerancia alcanza en tiempos recientes y a civilizaciones más ‘avanzadas’. Los Estados Unidos se volvieron grandes tras practicar el exterminio masivo de la población nativa. Argentina, Chile, Brasil, Australia, Sudáfrica, etc. ejecutaron matanzas similares. El siglo XX está plagado de masacres contra armenios, judíos, palestinos, kurdos, camboyanos, chechenos, hutus, tutsis, etc. No miles, sino millones de seres humanos, sólo por pertenecer a otra raza, otro credo, otra costumbre u otra opinión que sus verdugos.
La vocación por el exterminio es inherente a los seres humanos. Somos por naturaleza asesinos masivos. Odiamos al prójimo a la menor diferencia, sea esta racial, cultural, religiosa o de nacionalidad. El pasado 5 de junio se produjo en el Perú una matanza que bien merece aparecer en los anales universales de la infamia. Aparte del dominio económico existió un menosprecio hacia quienes no son como nosotros. El problema fundamental se debió a la pésima comunicación entre el gobierno y las comunidades indígenas de Bagua, a la pésima lectura que el Perú ‘oficial’ (léase el aparato centralista limeño) tiene del Perú ‘real’ y la imposibilidad de poner en marcha una estrategia efectiva de inclusión.
‘Inclusión’ no significa alinear a determinado grupo social bajo los patrones impuestos o predominantes de un sistema. Esa forma malentendida de inclusión es harto conocida y harto empleada. A una comundad se le arrasa cultural e ideológicamente y los focos persistentes son encerrados en ‘ghettos’ o ‘reservas’. De esas acciones pueden valerse Estados Unidos, Rusia o China pero no el Perú que como país provinciano está bajo la lupa de los Derechos Humanos.
¿Incluir a las diferentes comunidades nativas bajo un mismo patrón de gobierno pero respetando su autonomía cultural y decisión para elegir su propio destino? Eso parece más razonable, pero ¿qué carajo nos hace pensar que un jíbaro, un aguaruna, un huambiza o un asháninka quiere incluirse en el Perú ‘oficial’? ¿Qué beneficios aporta para ellos conducirse bajo un sistema legislativo ajeno o ser representados por un congresista citadino de su región? Las comunidades de la selva han sobrevivido aisladas, organizándose y conduciéndose bajo sus propias normas. Sus conceptos de ‘desarrollo’ o ‘calidad de vida’ no conjugan necesariamente con nuestros valores y patrones occidentales. Más vale para un huambiza mantener el equilibrio ecológico de su hábitat que una empresa transnacional explore y explote sus recursos petrolíferos o forestales.
Planteado de esa manera, el tema de la inclusi;on se torna delicado y espinoso. El tema de la convivencia étnica y cultural es un problema insoluble desde siempre, incluso en las metrópolis. En Los Ángeles, por ejemplo, los conflictos entre gringos, mexicanos, asiáticos, afroamericanos causan a la semana decenas de muertos en las calles. Lo mismo sucede en diversas capitales europeas con los emigrantes africanos y árabes y los grupos ultranacionalistas. El sistema comunista supo reprimir las diferencias étnicas dentro de sus fronteras, pero apenas se derrumbaron la Unión Soviética y Yugoslavia, los conflictos aletargados estallaron.
Aunque peque de soñador e idealista, pienso que los peruanos y la humanidad en general debemos avanzar y buscar la utópica posibilidad de convivir con tolerancia y respeto hacia los demás, partiendo de la premisa de que nadie, ningún grupo, es superior a otro. Inclusión no significa de ninguna manera transacción.
¿Incluir a las diferentes comunidades nativas bajo un mismo patrón de gobierno pero respetando su autonomía cultural y decisión para elegir su propio destino? Eso parece más razonable, pero ¿qué carajo nos hace pensar que un jíbaro, un aguaruna, un huambiza o un asháninka quiere incluirse en el Perú ‘oficial’? ¿Qué beneficios aporta para ellos conducirse bajo un sistema legislativo ajeno o ser representados por un congresista citadino de su región? Las comunidades de la selva han sobrevivido aisladas, organizándose y conduciéndose bajo sus propias normas. Sus conceptos de ‘desarrollo’ o ‘calidad de vida’ no conjugan necesariamente con nuestros valores y patrones occidentales. Más vale para un huambiza mantener el equilibrio ecológico de su hábitat que una empresa transnacional explore y explote sus recursos petrolíferos o forestales.
Planteado de esa manera, el tema de la inclusi;on se torna delicado y espinoso. El tema de la convivencia étnica y cultural es un problema insoluble desde siempre, incluso en las metrópolis. En Los Ángeles, por ejemplo, los conflictos entre gringos, mexicanos, asiáticos, afroamericanos causan a la semana decenas de muertos en las calles. Lo mismo sucede en diversas capitales europeas con los emigrantes africanos y árabes y los grupos ultranacionalistas. El sistema comunista supo reprimir las diferencias étnicas dentro de sus fronteras, pero apenas se derrumbaron la Unión Soviética y Yugoslavia, los conflictos aletargados estallaron.
Aunque peque de soñador e idealista, pienso que los peruanos y la humanidad en general debemos avanzar y buscar la utópica posibilidad de convivir con tolerancia y respeto hacia los demás, partiendo de la premisa de que nadie, ningún grupo, es superior a otro. Inclusión no significa de ninguna manera transacción.
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