martes, 14 de julio de 2009

aquamán

He aquí otro relato que quizá jamás publique en un libro, pero sí de manera virtual —ya lo dije antes, blog aguanta todo—. Escrito en agosto de 1998, recién llegado a Lima, por lo que destila cierta nostalgia por el terruño que me vio nacer. Otros pajeos de ficción pueden ubicarlos en el mismo track: Paperback Writer y aún me quedan unos cuantos por publicar. La descripción de Aquamán es un calco de un personaje retratado en una de mis canciones favoritas. Una caja de cervezas a quien descubre cuál.


Aquamán

     Frente al parque grande de mi barrio, en una casa ruinosa y sin luz, marchita por el polvo y los vidrios rotos a pedradas, habita Aquamán, aquel lunático miserable, puesto a los cuidados de María la virola, la vieja mucama que todas las mañanas camina cargada de canastas hacia el mercado de víveres y ratas. Aquamán acostumbra salir de su muladar a golpe de mediodía, cuando el ambiente se entibia, apropiándose de una de las bancas del parque al echarse como gallinazo despanzurrado, al acecho de las alumnas de colegios religiosos, desnudando con los ojos a quienes llevan la falda más arriba de las rodillas. Chiquillas, tengan cuidado si se tropiezan con él. Sus palabras son ofensivas y sus manos grasientas. Todos evitamos cruzar su camino. Mejor dejarlo solo, que el frío Sol invernal cocina su cabeza pelada, los mocos mezclados con su barba y su pierna descubierta, aquejada por una gangrena sempiterna.
     Ese es Aquamán; un loco con los pulmones acuosos. Las letras lo enfermaron así.
     A contracorriente de lo que la gente cree, el origen de su alias no se debe a que sea blondo u ojiverde, asemejado alguna vez al superhéroe de las historietas. Nunca fue salvavidas como se rumorea, no perdió la razón en el intento de evitar que a su novia se la tragara el mar. Por unos viejos periodistas que trabajaron con él, supe que el apelativo se lo debe a sus delirios de grandeza —de viajes, bienes, mujeres y otras exquisiteces—, pero como todos sus sueños volviéronse ‘agua’, a algún gracioso se le ocurrió llamarlo Aquamán.
     La casa ruinosa gozó en el pasado un boato lejano cuando don Oligario Esparza, acérrimo admirador de Ricardo Palma, era su propietario. No sólo deseaba escribir como él, también intentaba parecerse, dejándose largo el mostacho, vistiendo levita, bastón y sombrero de fieltro, propio de una estampa de Pancho Fierro.
     El señor Esparza, como tantos trujillanos, procedía de Cajamarca. Soltero y sin hijos, labró desde abajo su fortuna, pasando de chofer a propietario de su propia línea de buses, cubriendo las rutas de los valles costeños y luego hacia la sierra y montaña. Su meta, como empresario, era acaparar el flujo de pasajeros de toda la región norandina, por lo que desarrolló un proyecto utópico de una autopista que uniera a Trujillo con Cajamarca y Jaén, financiando las campañas de todo diputado que se ofreciera hacerlo realidad. Sin embargo, pese a sus mecenazgos, jamás se avanzó un solo tramo. Esa frustración fue la que provocó que Oligario a sus cincuenta años —gran parte dedicados a hacer plata— sintiera que su vida carecía de sentido. He ahí que la creación literaria se apoderó de sus días.
     Ponciano Esparza fue el último de los hermanos de Oligario, el único al que la enfermedad y la miseria no le impidieron llegar a edad adulta. Cuando Ponciano arribó a Trujillo, Oligario ya era acaudalado y costeó sus estudios de medicina. Luego, cuando contrajo nupcias con una enfermera del hospital Belén, por una bicoca le cedió su casita en el barrio de Aranjuez, mudándose él a California, convirtiéndose en uno de los primeros vecinos de esa urbanización.
     Ponciano engendró dos hijos y se murió. Poco acostumbrado a beber, unos vasos de cerveza helada bastaron para que sus bofes reventaran. Pasadas las exequias, Oligario dejó de frecuentar a la viuda y sus hijos. Quique, el sobrino mayor, tuvo que aguardar a recibirse de contador para que su tío le diera trabajo en su empresa. Con Fefo, el sobrino menor, el acercamiento vino después cuando supo que por su impecable manejo idiomático laboraba en La Industria como corrector de estilo.
     Oligario Esparza era, para ese entonces, protagonista del quehacer cultural de la urbe. Editaba en el vespertino Satélite una columna donde le daba cabida a los nóveles literatos con pocas posibilidades de surgir. Fueron muchos quienes en un principio lograron publicar al menos un párrafo de sus obras, mas luego la prosa y el verso apabullante de Oligario imposibilitaron darle cabida a otra pluma que no fuera la suya. Primero reinventó las Rimas de Becquer, dedicando métricas inflamadas a sus preciados amores platónicos (“donde andará mi flor de retama / vuelve a mí, etéreo capulí”). A posteriori y a lo largo de un lustro, publicó Las aventuras de Chuño Urbino, una mezcla de explorador y escritor, casi un Ciro Alegría con el arrojo de un Phileas Fogg, recorriendo un mundo ancho y ajeno.
     Fefo se ganó la deferencia de Oligario cuando demostró vivo interés por sus escritos. Lector incontinente, dejó la casita de Aranjuez y se estableció con su pariente, disfrutando de ciertas gollerías vetadas por su madre, como acostarse de amanecida y levantarse a la hora del almuerzo, yéndose al periódico a media tarde. Luego de la opípara merienda preparada por María la virola, subida en ají porque comida que no pica es comida para enfermos, Fefo, con un pucho en la boca, pagaba su estadía revisando los manuscritos de su tío a quien cada día le encontraba menos errores que corregir. “Mientras más escribe, más se acerca a la perfección. Usted no es un García Márquez, ¡usted es un Borges!”
     Elogios floridos que ocasionaban que el ego del viejo se inflamara como pavo real y se dedicase con más ahínco a redactar textos kilométricos, no en máquina de escribir a la que le tenía pánico, sino a mano, en letra script, ya que la corrida nunca la pudo dominar, ‘dibujando’ cada carácter como si se tratase de un infante de transición.
     Oligario escribía como si la vida se le fuera a acabar. Sentía que al conjugar las palabras adquiría inmortalidad, dándole valor a la que consideraba una inexistencia inocua. Cada vez dedicaba menos tiempo a la empresa de transportes, hasta que, llegado el momento, decidió no asomarse más, estableciendo un riguroso horario de redacción: de seis a dos de la tarde y de cuatro hasta la medianoche. Toda la responsabilidad y toma de decisiones recayó en manos de Quique el contador.
     Han transcurrido varios años desde que Oligario Esparza dejó de escribir y nadie puede hacerse idea de la magnitud de su obra. Se sospecha que entre sus escritos apilados en cajas de cartón, debe haber unos dos mil títulos, una hazaña que ni Lope de Vega. Escritor tan prolífico sólo publicó un libro, El otoño del Libertador, ficción media disparatada en la que Bolívar fingió su muerte en Santa Marta y se estableció en Maynas, junto con María Antonieta, reina de Francia, quien salvóse de la guillotina y se mantenía bella —a pesar de llevarle un chupo de años a don Simón— por sus baños con leche de ronsoco. Oligario no vendió ni uno de los diez mil textos impresos, jactancioso de no tener necesidad de vivir de su arte, los obsequió todos.
     Quiso también publicar una novela inspirada en Asimov sobre la edificación de Chan Chan por manos alienígenas, pero la densidad del argumento hizo que Fefo demorase años en editarlo. El mismo día que le administraron los santos óleos al autor, el corrector puso punto final a su faena.
     Oligario Esparza murió como Vallejo un 15 de abril. El Lundero, suplemento cultural de La Industria, le dedicó un sentido obituario. Las públicas muestras de dolor de Fefo en el sepelio no se comparan al ataque de rabia que le embargó en plena lectura del testamento. La empresa de transporte y las cuentas bancarias aparecieron a nombre de su hermano Quique.
     “A ti, mi querido Fefo, más que mi sobrino, mi hijo, conocedor de tu espíritu selecto, te lego mi casa y mi tesoro más invaluable: toda mi producción literaria que supongo sabrás clasificar y conservar para orgullo de tu descendencia y acaso de toda la humanidad...”
      Depositario de tanta basura, como si la literatura se valorizara por su peso, Fefo perdió la razón y esa mañana se convirtió en Aquamán. La gallardía de su rostro malogróse por completo cuando gruesas hebras brotaron por sus poros. Párrafos magros, construcciones irrisorias, ¿qué editorial en su sano juicio publicaría tamaños esperpentos? Si el viejo gozó de reconocimiento fue porque las amistades se subastan en los círculos intelectuales. Si tuvo una columna diaria fue porque canjeaba el espacio por publicidad.
       Pobre Fefo. 298 dramas en cinco actos, 281 sainetes, 312 cuadernos con sonetos, 229 comedias, 97 epopeyas, 890 ensayos, cientos de versos surtidos, epigramas, baladas, silvas, décimas, églogas, elegías, ditirambos, romances, doloras, epitalamios, yaravíes... alocarían a cualquiera.

4 comentarios:

necia dijo...

pobre fefo, lo más triste es que su hermano no lo auxilió conduciéndolo a un lugar en donde lo pudieran atender como el enfermo mental que es... y sobre la canción, das demasiadas pistas como para no errarle, pero en todo caso... ¿a quién le importan tus canciones?

Alfieri Díaz Arias dijo...

necia... ¿te casarías conmigo?

B3 dijo...

Le dejo un comentario, pero por favor, no me herede sus cuentos.

necia dijo...

no fierro, no me caes, pero no te deseo tanto mal... nadie aguantaría estar casado conmigo sin alocarse (el infeliz que lo ententase acabaría como tu aquamán, pero sin necesidad que el tío lo desheredara) además no seas pendejo, bien casado que estás, encima de insoportable figuretti, eres un resbaloso de mierda... te voy a acusar con tu mujer para que te deje a pan y agua siquiera por un mes, ah no, mejor te acuso para que se rasure y te deje con las ganas de encontrar pelos en tu sopa jajajajajaja