el brit milá de alfi

Se llama circuncisión al acto de cortar el prepucio del pene para dejar descubierto el glande. El origen de esta práctica es discutido. Unos se lo atribuyen a los judíos, otros a los antiguos egipcios. La tesis egipcia se ve sustentada por la arqueología cuando encontraron la tumba de Ankhamahor —2300 a 2200 a.c.— un grabado donde se representa una circuncisión ejecutada con una piedra de sílex a un hombre de pie. La tesis judía se basa en el Génesis, cuando Jehová establece su pacto con el pueblo elegido —aproximadamente 3500 a.c.— a través de Abraham. Literalmente, Dios le dice: Todo varón de entre vosotros será circuncidado. Circuncidaréis vuestros prepucios, y esto será la señal del pacto entre yo y vosotros. A los ocho días de nacido será circuncidado todo varón de entre vosotros, a través de vuestras generaciones; tanto el nacido en casa como el comprado con dinero a cualquier extranjero que no sea de tu descendencia. Deberá ser circuncidado el nacido en tu casa y el comprado con tu dinero. Así estará mi pacto en vuestra carne como pacto perpetuo. El hombre incircunciso, que no haya circuncidado su prepucio, esa persona será borrada de su pueblo, porque ha violado mi pacto. En esta discusión, me parece que la Biblia sale perdiendo ante la arqueología y es más razonable suponer que fueron los judíos quienes asimilaron la costumbre de la circuncisión en su larga estadía en la tierra de los faraones. Cuando los judíos dominaron la escritura —aproximadamente 1000 a.c.—, es probable que ya llevaran más de un milenio circuncidándose por lo que debieron tomarlo como propia.

Los judíos practican la circuncisión —el Brit Milá— de sus vástagos al octavo día de nacidos. En el caso de Jesucristo, Lucas es el único evangelista que habla de su circuncisión: Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño, le dieron el nombre de Jesús, impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno. Pablo de Tarso, sin embargo, fue el primer cristiano en oponerse a la ley y tomándolo en cuenta es que se erradicó en la cristiandad. Las únicas iglesias que practican el corte del pellejo en la actualidad son las coptas de Egipto y Etiopía. La reina Victoria de Inglaterra, creyéndose descendiente del rey David, implantó la costumbre entre sus hijos y nietos, pasándose de generación en generación hasta que Lady Di se opuso tenazmente a que les tocaran el pipilín a William y a Harry. Fuera de los judíos, la circuncisión está muy extendida entre los filipinos. La mayoría de los musulmanes también la practican, a pesar que según el Corán no están obligados a hacerlo. Los iranios consideran que la mejor edad para extirpar el prepucio es a los siete años.

A fines del siglo XIX comienza a practicarse la circuncisión neonatal por motivos de higiene antes que religiosos. Se inició en la Inglaterra victoriana como medida de prevención de la futura masturbación o precaución del contagio de la sífilis. Luego se extendió por los Estados Unidos donde un buen número de americanos han sido circuncidados. El porcentaje desciende de manera considerable en otros países de Europa, América Latina y los países del extremo oriente a excepción de Corea del Sur.

En la actualidad se considera que la circuncisión no es necesaria. Se sostiene que: A) el prepucio es una membrana protectora; B) es una mutilación semejante a la ablación; C) el tener el glande descubierto inhibe la estimulación sexual (¡¿?!); D) si el prepucio no fuera necesario, la Naturaleza se habría encargado de eliminarlo (tiene tanta utilidad como el apéndice). Yo, sin embargo, estoy en el bando contrario. Considero que si bien la circuncisión no es indispensable, es un acto necesario porque: A) el pene circuncidado no produce una sustancia llamada esmegma que al acumularse produce mal olor (y los varones no somos muy cuidadosos que digamos); B) según informes de la OMS, reduce la posibilidad de contraer el VIH; C) disminuye en tu pareja sexual el riesgo de que pueda contraer cáncer de cuello uterino; D) disminuye la posibilidad de contraer infecciones urinarias y el cáncer de pene (¡joder!); E) estéticamente un pene circuncidado es más ‘atractivo’ —fotogénico— que provisto con ese colgajo de carne.

La circuncisión en el Perú no es muy popular. Sospecho que sólo uno de cada veinte peruanos debe ser circunciso. Mi hermano y yo fuimos circuncidados apenas nacimos. De mis amigos, sólo a uno le cortaron el sobrante en ese mismo momento, tres de ellos lo hicieron ya mayores, pasados los quince años y uno a causa de una infección severa. Los tres me confesaron que el escroto se les inflamó por una semana. Yo tuve la intención de circuncidar a Alfi apenas nacido. Un médico de la clínica donde nació me quiso cobrar dos mil soles por el corte, tras haberme sacado una cifra similar por la cesárea. Le dije que no. Pasaron las semanas y la madre le hizo la consulta a un urólogo, le dijo que la circuncisión “estaba pasada de moda”, que para que baje el prepucio bastaba con unos ‘ejercicios’ que consistía en jalarle la vaina —como si le corriera la paja— hasta que quede el bálano descubierto. Tres años de ‘ejercicios’ constantes no consiguieron nada. El condenado prepucio se mantuvo intacto.

A mediados de julio de este año, Coco, el primo de Alfi, se infectó con el AH1N1 —de lo que nos enteramos a las dos semanas cuando sus análisis arrojaron ‘positivo’—. Tres días después, Alfi amaneció con altas temperaturas por lo que de inmediato lo llevamos a su pediatra. Tras gastar doscientos soles en todo tipo de análisis, el médico llegó a la conclusión que se trataba de una fiebre ‘común’ y que, más bien, presentaba una infección en las vías urinarias a causa de una obstrucción con el prepucio, por lo que nos recomendaba meterle tijera.

Doscientos soles más en análisis de sangre —coagulación— y de riesgo quirúrgico, el pasado 17 de julio nos decidimos operarlo. Los honorarios del médico y del anestesista bordearon los cuatrocientos soles, una ‘ganga’ en comparación con lo que me iba a sacar el vampiro de la clínica. A las nueve de la mañana, Alfi estaba sedado. A las diez, su papá —o sea, yo— estaba con las bolas en la garganta. “¿Por qué carajo se demoraban tanto?” Mi terror, por supuesto, era por la aplicación de la anestesia. A las diez y media, el médico abrió la puerta. Sudaba. “Ha sido un pellejo duro de cortar”, manifestó, pero todo había salido bien. Una hora más tarde, llevamos a Alfi medio adormecido a casa. A la una de la tarde, tuvo su primer arrebato de conciencia. “¡Mi pipí! ¡Mi pipí! ¡Qué le han hecho a mi pipí!” Sus alaridos eran para traumatizar a cualquiera. Mi hijo pasó tres días en botomless, es decir sin ninguna prenda debajo de la cintura, con el invierno, fue suerte que no cogiera ni un resfriado. El primer día, su pene tenía color gangrena, parecía un embutido, un choricito de tamaño menudo. Pero lo peor para él eran los puntos. “¡Espinas! ¡Espinas! ¡Me han salido espinas!”, se quejaba y con razón, ya que la circunferencia de nylon a la vista daba la sensación de tratarse de una mini corona fálica, una versión minúscula de la corona que le colocaron a Cristo en la cruz. Alfi se resistió por varios días a aceptar su metamorfosis. “¡Qué me han hecho! ¡Qué me han hecho!”, nos recriminó y no había cómo entendiera el concepto ‘necesario a causa de una obstrucción urinaria’. Es mucho pedir a un niño de tres años.

Sin embargo, lo más traumático vino después —y creo que la escena no la olvidaré en lo que me quede de vida— cuando llegó el momento de sacarle los puntos. No entiendo cómo un mocoso de marras que es tan jodido para comer, puede tener tanta fuerza. Transcurridos cinco días, el jueves 23, el médico se tomó más de una hora en sacarle las ‘espinas’ porque el pobre no se dejaba. “¡Déjenme! ¡Quiero correr! ¡Quiero correeeer...! ¡Agárrenme porque me voy!”, gritaba desaforado y hubo que agarrarlo entre cuatro, papá, mamá, abuela paterna y una enfermera, mientras sudaba a chorros por el forcejeo.     

Ha pasado un mes de operado y Alfi todavía no se termina de acostumbrar a su pipí ‘nuevo’, sobre todo cuando tiene que orinar. Sin el prepucio, la potencia del chorro ha aumentado y mea todo menos el inodoro. Antier que nos fuimos a hacerle un chequeo de rutina, apenas vio la fachada del consultorio, se tomó el bajo vientre y exclamó: “¡No quiero que me corten mi pipí!” Tuve, pues, que tranquilizarlo y asegurarle que nunca más va a volver a pasar por una experiencia semejante, aunque estoy seguro que su temor se va a prolongar por mucho tiempo. Todos los varones, desde muy pequeños, somos falocéntricos.