
El terrapuerto ubicado en lo que fueran las instalaciones de Modasa —Motores Diesel Andinos— garantizaría orden, limpieza y mayor seguridad en el transporte interprovincial. Disminuiría la informalidad, mejoraría el medio ambiente pues ya no veríamos buses pesados recorriendo la ciudad y las terminales de tantas empresas dentro del casco urbano podrían ser aprovechadas para más proyectos habitacionales. Los apristas, sin embargo, cuestionan el proyecto aduciendo irregularidades en la licitación a favor de un consorcio peruano-ecuatoriano y al monto del presupuesto.
El baipás de Mansiche es más ambicioso. Fuera de descongestionar, ordenar el tráfico en cuatro o cinco vías y hacer que no sea tan engorroso el ingreso a la ciudad para los vehículos que llegan del norte y de Huanchaco, sería una obra de gran impacto simbólico pues le daría a la urbe un aire de modernidad que todavía carece, sería el empujoncito para que Trujillo deje de ser un ‘pueblo grande’ y se convierta en una ‘ciudad en crecimiento’. Salvando las distancias, el baipás de Mansiche significaría para Acuña lo que el zanjón para Bedoya y sospecho que eso es lo que temen sus enemigos.
El argumento de los apristas para boicotear el baipás no son muy técnicos o racionales que digamos. Aducen a un sentimentalismo partidario debido a que el alcalde anunció que el monumento erigido a la memoria de Haya de la Torre estorba el proyecto, por lo que sería removido y colocado en otro lugar. Bajo el argumento de que este hecho atentaría contra la memoria, el aprismo y la identidad del pueblo trujillano, muchas figuras —o cadáveres políticos— han salido de sus cuarteles de invierno para protestar, llegando a pedir una acción de amparo —totalmente improcedente— en los tribunales.
Víctor Raúl, por supuesto, fue un gran hombre. Ideólogo y protagonista del Perú del siglo XX. Posiblemente el trujilano más ilustre de la historia. Lo más cerca que estuve de él fue cuando tenía siete años y viajaba a Lima en una Datsun pick-up que mi padre tenía en ese entonces. A la entrada de Pativilca, la congestión del tránsito hizo que fuera imposible avanzar por lo que nos apeamos y vimos desfilar ante nuestras narices el cortejo fúnebre de Haya, a quien traían a pie desde Lima a Trujillo, seguido por todas las figuras del aprismo y una multitud de simpatizantes que vitoreaban su nombre, por lo que nuestra estadía en la carretera se prolongó por buen rato. El impacto que me produjo me ayudaría para comprender más tarde que ese hombre era una especie de mesías, un ser sobrehumano, casi una religión, seguramente merecedor de todos los tributos que se le profesan.
En Trujillo por lo menos debe existir una veintena de lugares con su nombre, entre calles, avenidas, estadios, comedores populares, etc. Incluso en los estertores del primer gobierno de Alan, cuando la inflación ya se le había escapado de las manos, circuló un billete con su efigie, cuyo valor era de 50 millones de intis, de un sospechoso color fucsia que sirvió para que los sacrílegos y enemigos del aprismo se burlasen, trayendo a colación su supuesta —y nunca comprobada— homosexualidad. “¿Sabes cómo reconoces si un billete de 50 millones no es chueco? —se mofaban—, ráscalo por la espalda y si Víctor Raúl sonríe, es verdadero”.
Mi gran amigo —y maestro—, Juan de Dios Cubas, primer presidente de La Libertad (1990-1992) hasta que fue destituido por el autogolpe de Fujimori, intentó agregarle el nombre de Haya de la Torre a la región, cosa que años después generó una álgida discusión entre ambos, cuando osé criticarle, entre copas, el que nos haya querido cambiar el gentilicio de ‘liberteños’ por el de ‘hayatorrinonaringólogos’. ‘Cubitas’, como lo llamaba Haya, me respondió: “Es que los trujillanos blanquitos y pituquitos como tú, jamás han querido aceptar sus ideales de justicia social”. Mi querido Juan se equivocaba, nunca estuve enfrentado a las ideas del viejo ni del aprismo original, pero sí contra el culto hacia las personas.
En 1996 —un año después de celebrar el centenario del natalicio de Víctor Raúl—, el municipio de Trujillo inauguró el monumento al fundador del aprismo, una estatua con más de cinco metros de alto, ubicada en un óvalo que no tiene forma de óvalo sino de plazoleta al que se le dio, para variar, su nombre. La magnitud de la obra, “como el David de Miguel Ángel”, según me manifesto en una entrevista el artista Mariano Alcántara, uno de los impulsores de la obra, presenta, sin embargo, un error grosero: vemos a Haya alzando la mano derecha y no la izquierda como fue en vida su saludo característico, salvo que la intención haya sido que el líder vaticine el cambio de doctrina de su partido en el segundo gobierno de Alan, saludando a la embotelladora de la Coca-Cola —ubicada a un costado de la estatua—, la marca norteamericana por excelencia, símbolo del imperialismo que intentó infructuosamente combatir.
Si los apristas no fueran tan necios, permitirían que el monumento sea trasladado a otro lugar. Acuña jamás cometería la torpeza política de retirarla en definitiva o colocarla en un lugar de dudoso gusto como la sirenita de Víctor Larco, condenada a sucumbir ante la erosion marítima (que el gobierno regional, presidido por apristas, es incapaz de contrarrestar). Yo propondría situar la estatua de Víctor Raúl en el óvalo a Huanchaco dándole la bienvenida a quienes llegan a la urbe por el aeropuerto, o en el óvalo Moche, saludando a quienes vienen desde el sur. Estoy seguro que se luciría mucho más que en su ubicación actual, al igual que la pileta de agua que lo acompaña y que pasa totalmente desapercibida.

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