lunes, 7 de diciembre de 2015

cómo acabar con los improvisados (y seguro morir en el intento)

Soy un convencido de que la libre competencia es fundamental y saludable para el desarrollo de los mercados, por ello la emergencia de nuevas marcas en distintas categorías es algo que debe ser recibido con beneplácito. Como simple consumidor me molestan los monopolios o ese afán omnívoro de diversas corporaciones por acaparar y aplastar a las pequeñas y medianas empresas o ver marcas tradicionales y regionalistas desaparecer o perder su esencia, como es el caso de Pilsen Trujillo que ya no se hace con agua de Trujillo si no de Motupe. En la variedad no sólo está el gusto, considero que la libre elección, más que un equilibrio, es la base de una sociedad verdaderamente democrática.        

En cambio, considero que es insano que en cada proceso electoral aparezcan un sinnúmero de aventureros e improvisados postulando a diversos cargos gubernamentales, motivados por no se sabe cuáles oscuros propósitos. Desde 1980 en adelante la cédula de sufragio ha ido creciendo de manera exponencial, lo que me hace vaticinar que para el 2031 votaremos en un formato sábana, similar a la primera plana de El Comercio o La Industria. Contrario a la proliferación de bienes y servicios, el crecimiento de la oferta electoral de una manera desmesurada envilece el sistema, le resta seriedad, lo descompone y convierte los procesos en circos variopintos.   

Aunque en el Perú lo parezca, la elección del primer mandatario no es un asunto baladí. Por ende, no debe ser un proceso muy abierto, sino más bien una convocatoria selectiva en la que los (pre) candidatos deberían pasar por diversos filtros.  

El primero de ellos, pertenecer a una institución política sólida, con cierto recorrido y experiencia en el quehacer político de la nación. Pertenecer a un partido tradicional no necesariamente es negativo o desgastado. Es peor que aparezcan a cada rato movimientos sin cuadros que aglutinan figuras y aliados oportunistas. El ideal es que los propios partidos tengan su propio proceso de renovación, promoviendo a los nuevos valores y expectorando a quienes, para bien o para mal, ya cumplieron su ciclo.
 
El segundo, tener una solvencia moral comprobada, no tener ningún anticucho judicial y en la medida de lo posible, ganarse la vida con un oficio honesto.
 
Tercero, mostrar las cuentas claras en cuanto a inversión de la campaña electoral. Desconfíen de quien aglutine con millonarios presupuestos su presencia en medios de comunicación. Quienes más invierten son los que más favores deberán pagar si salen elegidos. Los entes electorales deberían prohibir la propaganda excesiva y vigilar porque los candidatos a la presidencia que no deberían pasar de cinco cuenten con el mismo tiempo de exposición mediática.
 
Cuarto, y quizás el más importante, estar totalmente preparado para asumir el cargo. Esto es que desde el punto de vista académico tenga como mínimo el grado de doctor, dominio de dos idiomas, estudios de gestión, gobernabilidad y manejo de la economía. Una amplia cultura en la que demuestre sus conocimientos de la realidad nacional e internacional. Desde el punto de vista pragmático, que tenga cierto tiempo ejerciendo cargos públicos. Para ser alcalde, primero se debió ser regidor. Para ser congresista, ocupar un cargo dirigente no menor de cinco años en el partido que lo nomine. Para ser presidente, se debió ser congresista o gobernador regional. 

Si para llegar a gerente de una empresa uno comienza desde abajo, o para graduarse a un piloto se le exige determinadas horas de vuelo, no se entiende por qué para manejar un país se consideren aptos a tantas personas que desde el arranque se les podría tachar por insuficiencia moral, profesional o inexperiencia o incapacidad en el cargo. Proscribir a los corruptos e ineficaces no me parece una tarea difícil. Es tiempo de hacer algo para acabar con la impunidad de tanto sinvergüenza que ha hecho que la bonanza que vivió el Perú en el arranque de este siglo, se haya convertido en otra oportunidad perdida.

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