El
San José Obrero acaba de cumplir seis décadas y, como es natural, ha pasado por
grandes cambios estructurales, aunque en esencia sigue respirándose en el
ambiente el aroma que hace de nuestro colegio un lugar tan especial. En el ‘Sanjo’
—que no lo llamábamos así— de los dorados ochenta los colores no eran el
rojo-azul de nuestra insignia, si no el anaranjado, un color vivo, alegre, que
se impuso, quiero imaginar, por el equipo holandés que revolucionó el fútbol
mundial. Mas vale reconocer que en esos días podíamos destacar en todo menos en
el deporte. El Claretiano, nuestro clásico rival, siempre nos ganaba en todo,
al igual que el Santa María o el María Reina cuando viajábamos a Lima para los
encuentros marianos. Creo que la Promo XXIX fue la primera en lograr el título
escolar en básquet en 1989, en una emocionante final en el Gran Chimú justo
frente a los rivales celestes de toda la vida, abriendo camino a los laureles
deportivos que llegarían posteriormente.
Aparte del anaranjado de Educación Física que
nos daba más ‘vida’ comparado a otros colegios que usaban tonos más serios, en
ese tiempo no había uniformes escolares que nos diferenciaran de los demás.
Todos usábamos el color plomo-rata impuesto por el Velascato. El uniforme masculino
pasaba piola. El femenino, con falda a tiras, era poco vistoso y pobre de la
coqueta que la llevara más arriba de las rodillas, la instructora de disciplina
la enviaba a su casa. Lo mismo sucedía con los varones cuando lucían el cabello
crecido o con quienes debían tres o cuatro meses de pensiones. Con los
tardones, es decir los que vivíamos en California y jugábamos a ganarle al
timbre de ingreso, el castigo era perdernos la primera hora de clase, sentados
en las mesas ubicadas al costado de la Casa de los Hermanos.
El San José es un colegio católico, de la
congregación Marianista, y vimos desfilar por sus aulas a varios religiosos
insignes como las sisters Michelle, Evangeline y Elaine, directora del Anexo,
famosa por su ‘palo dorado’ que te lo zampaba en el rabo si te portabas mal sin
que ningún padre de familia se horrorizara. Desfilaron también el Padre Jordan
quien con su castellano masticado se encargaba de entonar el Himno Nacional, el
entrañable Hermano Douglas y otros de origen norteamericano que le otorgaron al
colegio una atmósfera agringada que nos diferenciaba.
El cambio más dramático ha sido el derrumbe de
los dos pabellones originales por el actual pool
de aulas en dos niveles aprovechando mejor el espacio. Desapareció también la
caseta de al fondo, el llamado ‘Luriganchito’ que era usado por los Scouts y
sirvió escenario de muchas peleas memorables. Con el levantamiento del Coliseo,
desapareció el pozo de agua y el pasteo de un par de vacas y unas cuantas
gallinas, accesorios inconcebibles hoy en día. Volviendo a los encuentros
pugilísticos, si no podían resolverse dentro del claustro estudiantil, se hacía
“ganchito pa’la la salida” y se mudaban al parque grande de California o algún
pampón aledaño.
Fuimos el primer colegio mixto y eso hacía que
los de otros colegios nos vieran distinto.
Fuimos testigos de la construcción del baño de mujeres y del laboratorio
de química, de la tribuna frente a la cancha de vóley y del teatro Chaminade en
el Anexo. Vimos a las chicas llevar clases de cocina en vez de Formación
Laboral y jugar ‘bata’ en Educación Física. La llegada de las Commodore 64 para
las primeras clases de cómputo. Las fiestas en el Anexo que no pasaban de la
medianoche y niños y niñas bailaban formando una larga hilera a tímida
distancia. Las ceremonias de graduación de Primaria en la biblioteca, la de
Secundaria en el Teatro Municipal y la fiesta de promoción con esmoquin en el
Club Central. Viajamos a Cusco en Cuarto y no en Quinto como lo hacen todos los
colegios normales, cuando se tiene más edad para portarse mal.
Sobrevivimos a las matemáticas de Bernuy, al
aliento de Poémape, a los pellizcones de Quique Caro, a los ‘deméritos con C’
de Eddie Campos, a las papas y chicha morada del Tori. El San José era, al
menos para los que vivíamos en California, nuestro hogar, nuestro referente
geográfico, punto de encuentro en las tardes bajo la excusa de entrenar
cualquier deporte, hacer alguna tarea o ensayar para un sketch teatral o desfile
en la Plaza de Armas. Pueden haber tumbado paredes, mas cada vez que cruzo el
umbral, vuelvo a sentirme como el adolescente que fui, despreocupado por
reprimendas y memorándums. Salí del colegio en 1989, pero el colegio nunca
salió del mí, porque la principal lección que aprendí en sus aulas fue a ser
feliz.
Publicado en Los primeros 60 años del Colegio San José Obrero Marianistas, 1ra. Edición de Noviembre de 2018
1 comentarios:
Excelente Alfieri.
Sldos
Cesar Espejo
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