miércoles, 17 de abril de 2019

Obituario para Alan

“Cuando la vida es un dolor, el suicidio es un derecho; cuando la vida es una infamia, el suicidio es un deber”. Le faltó agregar, cuando no las personas carecen de la suficiencia para responder ante la responsabilidad de sus actos, es una cobardía. 

Alan García deja claro con su suicidio que nunca estuvo a la altura de otros apristas de antaño. Ninguno de los líderes históricos apostó por quitarse la vida ante las persecuciones de Sánchez Cerro, Benavides u Odría. Muchos se comieron su cana y sus imágenes se vieron fortalecidas al salir de ella. No estuvo siquiera a la altura de su padre que sí fue un preso político.

Si Alan en realidad no tuviera rabo de paja, pudo tranquilo ser encarcelado y esperar a que el tiempo se encargara de establecer su inocencia. Hubiera callado a medio Perú y fortalecido a su Partido tan vilipendiado, enfermo, en cuidados intensivos. Su prisión no habría sido tan dura como la sufrieron los mártires apristas de antaño. Seguro sería una jaula de oro y habría gozado de todas las gollerías que su investidura manda. Pudo dedicar el tiempo a leer, escribir, tuitear como lo hace Keiko Fujimori desde Santa Mónica. Pudo pensar en sus familiares que ahora lo lloran porque para ellos siempre va a ser mejor un padre preso que un padre muerto. Su egoísmo solamente lo hizo pensar en él, viendo en la muerte la libertad que seguro le sería esquiva. Sabía que nadie lo podría enjuiciar porque a los muertos no se les abre proceso, legitimando, para indignación de quienes le exigen esclarecimientos, su presunción de inocencia. 

Si optó por el suicidio pienso que las pruebas de las cuentas en Andorra en contra del secretario personal Luis Nava directamente lo involucraban a él y en un desequilibrio personal —le faltó desayunar litio esa mañana— decidió encajarse un balazo en la cabeza que lo dejó moribundo. La torpeza hizo que la muerte le sobreviniera un par de horas después. “Quien no la debe, no la teme”, mencionó alguna vez, pero con su disparo queda demostrado que sí la debía y sí la temía. Un hombre inocente, en su caso, no se mata, lucha hasta el final, un hombre culpable, sí.

Particularmente no lloro su deceso —tampoco me duele—, me habría gustado que tuviera los mismos cojones de enfrentar a la Justicia antes que una bala. Los que ahora lo lloran, que lloren también a quienes él mandó matar en la masacre de los penales en su primer gobierno o a las víctimas del Baguazo en el segundo. Que lloren todas las familias que conocieron la miseria por culpa de la inflación o su inoperancia para ponerle freno al terrorismo. Electo dos veces presidente —sólo en el Perú pudo pasar una cosa así— es inadmisible que teniendo los mejores números macroeconómicos de nuestra historia republicana, no haya hecho nada por lavar su imagen a la historia y hacer una obra de real envergadura que se le recuerde. Su último quinquenio será escrito por algún Basadre moderno como: “El gobierno que tuvo, pero no pudo o no quiso hacer algo por cambiar este país”. El terremoto de Pisco y su nula reconstrucción es una prueba de su deficiencia. Tampoco hizo mucho por el aprismo. Al personalizar el partido, terminó trayéndolo abajo y me imagino que sus correligionarios que ahora lo lloran, más tarde que temprano se darán cuenta que la democracia volverá a las bases del partido y podrá surgir —ahora sí— nuevas caras que no le hagan sombra a quien todo lo colmaba y controlaba.   

Alan García, una persona inteligente, culta, provisto de una oratoria sublime y de una memoria de elefante, ganado presuntamente por la corrupción y porque la plata “llega sola”, merece, como todos los muertos, descansar en paz. Yo por mi parte sugiero que sus restos sean incinerados y que los coloquen al pie de su Cristo del Pacífico, su obra faraónica que, por si no lo recuerdan, se financió con plata de Odebrecht. 


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