“Cuando la vida es un
dolor, el suicidio es un derecho; cuando la vida es una infamia, el suicidio es
un deber”. Le faltó agregar, cuando no las personas carecen de la suficiencia para responder ante la responsabilidad de sus actos, es una cobardía.
Alan
García deja claro con su suicidio que nunca estuvo a la altura de otros
apristas de antaño. Ninguno de los líderes históricos apostó por quitarse la
vida ante las persecuciones de Sánchez Cerro, Benavides u Odría. Muchos se comieron
su cana y sus imágenes se vieron fortalecidas al salir de ella. No estuvo
siquiera a la altura de su padre que sí fue un preso político.
Si
Alan en realidad no tuviera rabo de paja, pudo tranquilo ser encarcelado y
esperar a que el tiempo se encargara de establecer su inocencia. Hubiera
callado a medio Perú y fortalecido a su Partido tan vilipendiado, enfermo, en
cuidados intensivos. Su prisión no habría sido tan dura como la sufrieron los
mártires apristas de antaño. Seguro sería una jaula de oro y habría gozado de
todas las gollerías que su investidura manda. Pudo dedicar el tiempo a leer,
escribir, tuitear como lo hace Keiko Fujimori desde Santa Mónica. Pudo pensar
en sus familiares que ahora lo lloran porque para ellos siempre va a ser mejor
un padre preso que un padre muerto. Su egoísmo solamente lo hizo pensar en él,
viendo en la muerte la libertad que seguro le sería esquiva. Sabía que nadie lo
podría enjuiciar porque
a los muertos no se les abre proceso, legitimando, para indignación de quienes
le exigen esclarecimientos, su presunción de inocencia.
Si
optó por el suicidio pienso que las pruebas de las cuentas en Andorra en contra
del secretario personal Luis Nava directamente lo involucraban a él y en un
desequilibrio personal —le
faltó desayunar litio esa mañana— decidió encajarse un balazo en la cabeza que
lo dejó moribundo. La torpeza hizo que la muerte le sobreviniera un par de
horas después. “Quien no la debe, no la teme”, mencionó alguna vez, pero con su
disparo queda demostrado que sí la debía y sí la temía. Un hombre inocente, en
su caso, no se mata, lucha hasta el final, un hombre culpable, sí.
Particularmente
no lloro su deceso —tampoco
me duele—, me habría gustado que tuviera los mismos cojones de enfrentar a la
Justicia antes que una bala. Los que ahora lo lloran, que lloren también a
quienes él mandó matar en la masacre de los penales en su primer gobierno o a
las víctimas del Baguazo en el segundo. Que lloren todas las familias que
conocieron la miseria por culpa de la inflación o su inoperancia para ponerle
freno al terrorismo. Electo dos veces presidente —sólo en el Perú pudo pasar
una cosa así— es inadmisible que teniendo los mejores números macroeconómicos
de nuestra historia republicana, no haya hecho nada por lavar su imagen a la
historia y hacer una obra de real envergadura que se le recuerde. Su último
quinquenio será escrito por algún Basadre moderno como: “El gobierno que tuvo,
pero no pudo o no quiso hacer algo por cambiar este país”. El terremoto de
Pisco y su nula reconstrucción es una prueba de su deficiencia. Tampoco hizo
mucho por el aprismo. Al personalizar el partido, terminó trayéndolo abajo y me
imagino que sus correligionarios que ahora lo lloran, más tarde que temprano se
darán cuenta que la democracia volverá a las bases del partido y podrá surgir
—ahora sí— nuevas caras que no le hagan sombra a quien todo lo colmaba y
controlaba.
Alan
García, una persona inteligente, culta, provisto de una oratoria sublime y de una memoria de elefante,
ganado presuntamente por la corrupción y porque la plata “llega sola”, merece,
como todos los muertos, descansar en paz. Yo por mi parte sugiero que sus
restos sean incinerados y que los coloquen al pie de su Cristo del Pacífico, su
obra faraónica que, por si no lo recuerdan, se financió con plata de Odebrecht.
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