domingo, 23 de diciembre de 2018

años naranja


El San José Obrero acaba de cumplir seis décadas y, como es natural, ha pasado por grandes cambios estructurales, aunque en esencia sigue respirándose en el ambiente el aroma que hace de nuestro colegio un lugar tan especial. En el ‘Sanjo’ que no lo llamábamos así— de los dorados ochenta los colores no eran el rojo-azul de nuestra insignia, si no el anaranjado, un color vivo, alegre, que se impuso, quiero imaginar, por el equipo holandés que revolucionó el fútbol mundial. Mas vale reconocer que en esos días podíamos destacar en todo menos en el deporte. El Claretiano, nuestro clásico rival, siempre nos ganaba en todo, al igual que el Santa María o el María Reina cuando viajábamos a Lima para los encuentros marianos. Creo que la Promo XXIX fue la primera en lograr el título escolar en básquet en 1989, en una emocionante final en el Gran Chimú justo frente a los rivales celestes de toda la vida, abriendo camino a los laureles deportivos que llegarían posteriormente.

 

Aparte del anaranjado de Educación Física que nos daba más ‘vida’ comparado a otros colegios que usaban tonos más serios, en ese tiempo no había uniformes escolares que nos diferenciaran de los demás. Todos usábamos el color plomo-rata impuesto por el Velascato. El uniforme masculino pasaba piola. El femenino, con falda a tiras, era poco vistoso y pobre de la coqueta que la llevara más arriba de las rodillas, la instructora de disciplina la enviaba a su casa. Lo mismo sucedía con los varones cuando lucían el cabello crecido o con quienes debían tres o cuatro meses de pensiones. Con los tardones, es decir los que vivíamos en California y jugábamos a ganarle al timbre de ingreso, el castigo era perdernos la primera hora de clase, sentados en las mesas ubicadas al costado de la Casa de los Hermanos.

 

El San José es un colegio católico, de la congregación Marianista, y vimos desfilar por sus aulas a varios religiosos insignes como las sisters Michelle, Evangeline y Elaine, directora del Anexo, famosa por su ‘palo dorado’ que te lo zampaba en el rabo si te portabas mal sin que ningún padre de familia se horrorizara. Desfilaron también el Padre Jordan quien con su castellano masticado se encargaba de entonar el Himno Nacional, el entrañable Hermano Douglas y otros de origen norteamericano que le otorgaron al colegio una atmósfera agringada que nos diferenciaba.   

 

El cambio más dramático ha sido el derrumbe de los dos pabellones originales por el actual pool de aulas en dos niveles aprovechando mejor el espacio. Desapareció también la caseta de al fondo, el llamado ‘Luriganchito’ que era usado por los Scouts y sirvió escenario de muchas peleas memorables. Con el levantamiento del Coliseo, desapareció el pozo de agua y el pasteo de un par de vacas y unas cuantas gallinas, accesorios inconcebibles hoy en día. Volviendo a los encuentros pugilísticos, si no podían resolverse dentro del claustro estudiantil, se hacía “ganchito pa’la la salida” y se mudaban al parque grande de California o algún pampón aledaño.

 

Fuimos el primer colegio mixto y eso hacía que los de otros colegios nos vieran distinto.  Fuimos testigos de la construcción del baño de mujeres y del laboratorio de química, de la tribuna frente a la cancha de vóley y del teatro Chaminade en el Anexo. Vimos a las chicas llevar clases de cocina en vez de Formación Laboral y jugar ‘bata’ en Educación Física. La llegada de las Commodore 64 para las primeras clases de cómputo. Las fiestas en el Anexo que no pasaban de la medianoche y niños y niñas bailaban formando una larga hilera a tímida distancia. Las ceremonias de graduación de Primaria en la biblioteca, la de Secundaria en el Teatro Municipal y la fiesta de promoción con esmoquin en el Club Central. Viajamos a Cusco en Cuarto y no en Quinto como lo hacen todos los colegios normales, cuando se tiene más edad para portarse mal.

 

Sobrevivimos a las matemáticas de Bernuy, al aliento de Poémape, a los pellizcones de Quique Caro, a los ‘deméritos con C’ de Eddie Campos, a las papas y chicha morada del Tori. El San José era, al menos para los que vivíamos en California, nuestro hogar, nuestro referente geográfico, punto de encuentro en las tardes bajo la excusa de entrenar cualquier deporte, hacer alguna tarea o ensayar para un sketch teatral o desfile en la Plaza de Armas. Pueden haber tumbado paredes, mas cada vez que cruzo el umbral, vuelvo a sentirme como el adolescente que fui, despreocupado por reprimendas y memorándums. Salí del colegio en 1989, pero el colegio nunca salió del mí, porque la principal lección que aprendí en sus aulas fue a ser feliz.

Publicado en Los primeros 60 años del Colegio San José Obrero Marianistas, 1ra. Edición de Noviembre de 2018

1 comentarios:

Unknown dijo...

Excelente Alfieri.
Sldos
Cesar Espejo