Tras
enterarse de las decisiones del día 30, Keiko Fujimori debió lamentarse desde
su celda del día aciago en que ordenó a sus perros de presa vacar a Pedro Pablo
Kuczynski. Si hubiera superado el golpe de haber perdido las elecciones por tan
escaso margen, haciéndole a su viejito contendor una oposición responsable y no
rabiosa, ganándose la antipatía popular hacia ella y hacia su partido, ella no llevaría
un año —injustamente— en cana y lo peor que pasará mucho tiempo más porque su
Cancerbero es el monstruo que ella misma creó y que ha vuelto a demostrar que
el Estado de Derecho en el Perú es puro cuento.
Si Keiko
no hubiera vacado a PPK, ella estaría libre, su viejo también y un sujeto
oscuro como Martín Vizcarra seguiría ocupando un puestito en la Embajada de
Canadá. No habría permitido que el poder de sus principales enemigos —los
rojetes— haya crecido en forma geométrica y pongan el país en el partidor a convertirse
en una futura Venezuela.
Decir que
una mujer que no ha ejercido gobierno no merece siquiera una semana de prisión
no me hace fujimorista. Aprobar con nota sobresaliente al primer gobierno de
Fujimori tampoco. El segundo gobierno del Chino fue un desastre y pienso que su
hija mayor carece de méritos para tomar las riendas de esta nación. Tampoco he
dejado de sentir simpatía por el socialismo. Siento más bien aversión contra
todas las cabezas visibles de la izquierda peruana, personajes torvos y
destructivos, enfebrecidos por el odio y que parecen ejecutar una malévola
estrategia para desbarrancar al Perú hacia la anarquía y la pobreza. Lo que ya
no hago es respaldar la interrupción de los procesos democráticos, como lo hice
un 5 de abril de hace 27 años, en ese tiempo era universitario y en el aula la
gran mayoría aplaudimos el autogolpe. Hoy que soy catedrático y constato que la
gran mayoría de mis alumnos aplaude el cierre del Congreso, quiero pensar que
la mayoría de esa gran mayoría cambiará de opinión cuando lleguen a la edad de
la sensatez o quizá muchísimo antes cuando el sátrapa que se queda en Palacio
agudice aún más la crisis que él no tiene capacidad de afrontar.
Por más
que muchos constitucionalistas y periodistas a sueldo intenten justificar, lo
que hizo Vizcarra es un Golpe de Estado. Si realmente le interesara el país, el
pasado lunes 30, a las 5:45 pm, en vez de disolver el Congreso el presidente
debió anteponer sus intereses y renunciar a su cargo, porque si no se ha
percatado él es parte del problema por su política de confrontación y de
haberle echado el pato de todo lo malo que sucede al Congreso, como si ellos
fueran los culpables de la recesión económica, la inseguridad ciudadana, la
falta de salud y educación, la no reconstrucción del norte del país, la
paralización de los proyectos mineros y todo aquello que su incapacidad de
gestión ha sabido solucionar.
No tengo
idea de cuándo durará esta idea golpista, pero no creo que sea mucho ni tenga
para el Perú un final feliz. En vez de apaciguar las aguas, el flamante
dictador seguirá alimentando esta cacería de brujas contra todos los que se
atrevan a enfrentarse y el país continuará sin brújula que lo lleve a buen
puerto. A diferencia de otros líderes de facto, Vizcarra carece de respaldo
partidario, empresarial e internacional. Los únicos que lo apoyan son los
militares que ya no son el cuco de antes, el pueblo que tiene una postura
volátil y los rojetes que lo apuntalarán mientras sea útil a sus intereses,
cuando sea un estorbo ellos mismos se encargarán de bajarlo y dejarlo peor que
palo de gallinero.
Martín
Vizcarra, como otros aventureros, acabará en prisión, como seguro acabará
también la mayoría de la clase dirigente ya que quien no haya recibido plata de
Odebrecht que tire la primera piedra. Quiero pensar que después de él y de esta
calaña de congresistas que acaban de defenestrar —reitero que mal— emerja, de
una vez por todas, una nueva clase que quiera un poquito más a este país y que
el electorado deje de ser un poquito menos tarado. Lo veo un poquito difícil.
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