martes, 22 de febrero de 2022

de moche con amor

Cuenta la leyenda que la estatua de la libertad de la Plaza de Armas de Trujillo, obra del alemán Edmund Möeller, contaba en su diseño original con un miembro viril de colosales proporciones y que a poco de inaugurarse, en julio de 1929, unas monjitas escandalizadas por eso que les hacía sombra, mandaron a cercenarla con testículos y todo, dejándola como la vemos ahora, carente de genitales, significando que la libertad o el ejercicio de la libertad es un derecho castrado e infecundo. El mito del pene de la estatua no cuenta con registros históricos, pero los trujillanos lo dan como cierto —al igual el del laberinto de túneles que conectan los templos coloniales— y hay quienes aseguran que el pene se encuentra en el altar de uno de los conventos de claustro, venerado por las piadosas féminas que lo mandaron extirpar. 

 

En diciembre de 2000, otro monumento se encargó de revolotear el gallinero pacato de la urbe. Una sirena de nalgas protuberantes se colocó en una avenida principal. Según las malas lenguas, se trataba de la fiel copia de una mujer que fungía de amante del febril alcalde que la mandó a esculpir. La sirena con poto nos dio la bienvenida o despedida al distrito de Víctor Larco hasta mediados de 2009 cuando otro alcalde decidió erradicarla y colocar en su lugar a una sagrada imagen de la Virgen de Fátima. Hoy, la pobre potona se encuentra exiliada en un rincón inhóspito de la playa cuando hubiera sido más apropiado destinarla a la primera cuadra del malecón de la Avenida Larco, donde alguna vez se levantó el edificio más emblemático de Buenos Aires, el enmaderado del Casino Morillas. Ojalá lo hagan antes de que el mar se engulla el enrocado y lo poco que queda del balneario.

 

Años después, en enero de 2022, otro burgomaestre enfebrecido hizo noticia cuando se le ocurrió colocar en el sector Santa Rosa —una santa virgen— un monumento que alegorizaba a un huaco moche con un miembro viril de tamaño hiperbólico. Una propuesta que levantó polvareda en Moche, Trujillo y el Perú entero, cultivando admiradores y detractores por igual. Luego de veinte días, parecía que la intolerancia habitual iba a imponerse cuando el huaco en cuestión se vio reducido a cenizas en un incendio cuya autoría, hasta la fecha, no queda del todo clara. Se acusaron a enemigos políticos del alcalde. A miembros de una secta religiosa. A los dinosaurios conservadores, incluidas las golosas monjitas de hace una centuria. Otros más incisivos acusan al propio alcalde de haber autodestruido la obra porque en menos de dos semanas colocó una réplica de mayor dimensión y al costado otra más modesta, como si se tratara de padre e hijo, saludando con sus miembros enhiestos —que apuntan y desafían al vecino distrito de Laredo— a todo el que lo visita.

 

Particularmente, esta obscenidad disfrazada de oda a la fecundidad de una cultura milenaria ocasiona sentimientos encontrados. Halaga porque a los obscenos y decadentes como yo nos agrada ver cómo una buena pija trasgrede a los cucufatos y moralistas. Es una obra osada, con las bolas bien puestas, necesaria para que los peruanos comprendamos de una buena vez que el sexo es un acto natural y no tenemos que tener vergüenza por nuestros órganos genitales. Halaga también porque a puesto al distrito de Moche en boca de la prensa nacional y extranjera, generando un turismo insospechado del que puedo dar fe cuando me apersoné hacia una zona otrora apacible y que ahora atrae a visitantes de día y noche —el cuaderno de visitas registra visitas de Lima, Sullana y Pucallpa—, generando un innegable activación económica para los vecinos y artesanos de Moche que te venden penes en cerámicas, polos, llaveros, licores y unos chocolatitos coquetones que me sirvieron de regalo para San Valentín.

 

En contra —y sin ganas de pinchar llantas— es que las réplicas en sí son una mofa. No soy experto en cerámica Moche, pero poseo un par de huacos pornográficos originales en casa y tienen un mejor acabado. Presumo que los herederos del arte moche han involucionado en mil quinientos años hacía una versión más grotesca, exagerada, más kitsch y caricaturesca, comparado a los originales, acordes para un público más adepto a las cumbias del Grupo 5 que a Valicha. Si bien parece que tendremos que conformarnos con estos esperpentos adulterados —pero con jale mediático—, recomendaría que los huacos sean removidos de la vera de la pista y colocados en la pampa aledaña donde se proyecte una alameda en todo el sentido de la palabra, con todas las comodidades que ello requiere (playa de estacionamiento, servicios higiénicos, etc.) y la zona comercial y patio de comidas y entretenimiento bien implementada. Eso se llama orden y planificación. Conceptos que en el Perú son ajenos como el verdadero legado de los moche.

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