Coca-Cola
es de las marcas, lo que Walt Disney es para el cine. Ha construido su
identidad, a lo largo del tiempo, con mensajes positivos, felices, entrañables,
haciéndonos olvidar a los consumidores que es un producto insalubre a causa de
sus altas dosis de azúcar, cafeína y otros aditivos químicos. Ver un spot
publicitario del gigante de Atlanta es embargarnos por treinta segundos de un
optimismo artificial, como el que nos invade cuando escuchamos a un coro de
muchachos cantando Whatever de Oasis,
mientras en subtítulos nos ofrecen argumentos estadísticos, razones para creer
en un mundo mejor: “por cada arma que se vende en el mundo... 20 mil personas comparten
una Coca-Cola”.
Fuera
del manojo de imágenes, el secreto de los spots cocacoleros radica en las
letras y armonías de sus jingles. Buy the
World a Coke de 1971 —derivada de la canción True Love and Apple Pie— es quizá la adaptación musical más famosa
de la Publicidad, a cargo, cómo no, de McCann-Erickson. De la misma forma como We’ve Only Just Begun, compuesta como
jingle de The Crocker Bank, se convirtió en éxito mundial interpretado por The
Carpenters, el jingle de Coke, bautizado ahora como I’d Like to teach the World to sing in perfect harmony a cargo de
The New Seekers, se volvió uno de los himnos de la década de 1970, casi una
aceitadita para el proceso de inclusión racial que transformó a la sociedad
norteamericana tras alcanzarse la igualdad de los derechos civiles. Años
después, en temporada navideña, Coca-Cola lanzaría un spot que se vio en el
Perú en el que adaptaría la letra del jingle en español: “Quisiera al mundo
dale hogar y llenarlo de amor, sembrar mil flores de color en esta Navidad...”
En
la década de 1980, Coca-Cola lanzó otros dos jingles grandiosos: First Time, First Love con Robin Beck —en español por Rocío Banquells—
del cual hablé en un post anterior (ver el
amor como tema de campaña) y Tomorrow’s
People, campaña que tuvo diversas versiones a nivel mundial, todas filmadas
en una biblioteca y la versión peruana, la única que se rodó en exteriores y de
la que me ocuparé en el presente post.
Corría
1987 en el Perú, en las radios el rock hispano vive su momento de máxima difusión,
Alan García había anunciado en su mensaje presidencial que pensaba estatizar la
banca y un grupo de escolares, entre los que me encuentro, realiza su viaje de
promoción al Cusco y Machu Picchu, veinte años antes que sea designado
‘maravilla mundial’. Es en esas circunstancias que Coca-Cola emite un spot
filmado en la ciudadela incaica más famosa en el que una chiquilla de
carismática sonrisa, ataviada con una polera amarilla canta: “Soy el futuro del
mundo, de mí nació la esperanza, la gente del mañana, soy la inspiración
temprana...” y de repente emergen entre los muros de piedra un sinnúmero de
adolescentes, contemporáneos a nosotros, cantando: “trayendo este canto para
ti, con este mensaje para ti, danos ya un futuro de amor, un mañana, danos más
armonía y amor y un mañana (mañana). Sólo un mundo feliz y para compartir
Coca-Cola en cada país. Prométenos un mañana y construiremos un mundo mejor, un
mundo mejor para ti”. Una letra inspiradora, emotiva, que nos manipulaba, al
menos por unos instantes, en querer hacer algo más, aparte de tomar una cola
negra. Era un mensaje acorde con las esperanzas de una juventud que vivía
atormentada con la posibilidad de una Guerra Nuclear —en los estertores de la
Guerra Fría—, similar al de otro spot de esa época de Chiclet’s Adams que decía
más o menos: “para cambiar sólo hay que respetar, un mundo que también es de
los demás”.
Han
transcurrido veinticuatro años y hay que reconocer que esa generación que hoy
bordea los cuarenta y ya ocupa puestos y tiene poder de decisión, no ha hecho
nada por construir ese mundo mejor que promete el comercial. Ya no existe
Guerra Fría, pero sí terror hacia el extremismo islámico, el daño hacia el
ecosistema se ha acentuado y el nivel de compromiso con lo que nos rodea viene
disminuyendo a causa del egoísmo y la competitividad y la incapacidad de
sensibilizarnos con los demás.
En
ese contexto y como para recordarnos nuestros sueños frustrados es que
Coca-Cola, aprovechando que se celebra el centenario del ‘descubrimiento’ de
Machu Picchu a cargo de Hiram Bingham, relanzó este spot a través de sus redes
sociales, lo cual a mí como comunicador me produce sentimientos encontrados:
nostalgia porque es rarísimo que una marca reponga un anuncio del pasado —la
publicidad al igual que los olores poseen la magia de transportarte a un
momento específico de tu vida—, observando la Intihuatana intacta, antes de que
le fuera cercenada un pedazo al caerle una pesada grúa en la filmación de un
spot de cerveza Cusqueña, y desazón al percatarme de lo racista y
discriminatoria que era la publicidad peruana al realizar un spot donde se ven
blancos, blondos, negros y rasgados pero no se ve ningún cholo o indígena por
ninguna parte, es decir ningún representante del grupo étnico que edificó esta
maravilla arquitectónica y que sigue siendo mayoría en este país. Viendo
publicidades que ningunean como esta, hace posible comprender el por qué del
odio y revanchismo étnico que hicieron gala movimientos subversivos como
Sendero Luminoso y por qué, años después, reventarían una zona pituca como
Tarata.
Percatándose
de ese error, Coca-Cola realizó otro spot con la misma chiquilla carismática de
la polera amarilla, pero en planos más cerrados mostraba a otros muchachos que
hablaban en francés, inglés, árabe, chino, italiano y para subsanar la grosera
omisión, mostraban a una niña cantando en quechua —Roxanita Vargas, quien tuvo
su media hora de fama en los programas de Yola Polastri—, un niño cantando en
aymara y una pareja en shipibo (creo que fue la primera vez que la mayoría de
peruanos se enteró que existía este grupo étnico).
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