domingo, 25 de junio de 2023

encuentro cercano con huamachuco

No conocía la sierra liberteña. Nunca me aventuré más allá de Otuzco. Tenía el prejuicio de encontrarme con parajes yermos e inhóspitos. Fríos. Lóbregos. Contaminados por la minería. Triste retrato a causa de la lectura temprana de Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno de Alegría o relatos como El Tungsteno o Más allá de la vida y de la muerte de Vallejo. Ribeyro en su Crónicas de San Gabriel ofrece una visión más benévola de las alturas de Santiago de Chuco, pero no con la suficiente firmeza para que un trujillano que, como tantos que conozco, vive de espaldas a los andes de su región.  

Partimos temprano. El viernes 16. A las siete de la mañana. En una van de la UNT para una treintena de pasajeros, observando desde un smartphone el triunfo de Perú ante Corea del Sur hasta que se pierde la señal. Principio de una competencia por establecer cual señal de telefonía era capaz de superar los rocosos obstáculos de las montañas. A las diez, hicimos nuestra primera parada. Agallpampa. Sobre los tres mil metros de altura. Pueblo rodeado de verdes laderas donde el eucalipto cumple el principal rol protagónico y se respira en el ambiente. Nos detenemos en ‘El Rancho’. Restaurante que funge de ser el tambo obligatorio de todo chofer que transita por el interior de la región. Caldo de todos los tipos, siendo el de gallina de corral el más solicitado, sirve para restablecer el cuerpo y proseguir el viaje.    

A las once y media, atravesamos la puna. Arriba de los cuatro mil metros. No se ven cerros. Si no fuera por el terreno ondulado, la vista sería semejante al altiplano. El verde cambia. Ya no es de tono vívido e intenso. Es más bien amarillento, propio del ichu que todo lo recubre. En el desvío a Quiruvilca se aprecian las huellas de la contaminación en lomas horadadas y pozas de agua oxidadas. El sorocho afecta a los chicos poco acostumbrados a transitar por las alturas y nos detenemos para que vomiten y hagan otras necesidades en el camino. El sol esplendoroso invita a salir en polo de manga corta y la ferocidad del viento me obliga a buscar una casaca. Puedo imaginarme el frío que corre al caer la noche, como me advierte don Simón, el chofer de la van

Al mediodía pasamos por la laguna del Toro. Geraldine Gamboa, alumna natural de Otuzco, me cuenta la leyenda de que su nombre se debe a que en las noches emerge de sus aguas un toro robusto y gigantesco que embiste a quienes extraen los minerales que yacen en el subsuelo. “Las paredes de cerro que la rodean están llenas de oro, pero nadie se atreve a sacarlo. Las rocas son porosas y quienes han intentado hacerse del metal, terminaron sepultos bajo toneladas de roca”. Encantada o no, la rapiña humana todavía conserva la laguna intacta, aunque seguro que muy pronto no habrá leyenda taurina que disuada.  

Pasar por el campamento de La Arena, uno de los principales yacimientos auríferos del Perú, nos anuncia la proximidad de Huamachuco, la segunda ciudad en importancia de La Libertad. Llegamos y sólo la atravesamos. Según el cronograma de actividades del viaje de estudios, debemos llegar a Sarín, a través de una pista afirmada que serpentea temerarias precipitaciones. Arribamos a nuestro destino a golpe de tres de la tarde. Nos encontramos sobre los dos mil ochocientos metros y llama la atención, a medio camino, las aguas termales El Edén, distrito de Curgos, anunciado por un vistoso alojamiento de fachada de madera que invita a la estadía.  

Nos dirigimos al colegio de nivel secundario que lleva el nombre del hijo predilecto de Sarín, Abelardo Gamarra ‘El Tunante’. Escritor, periodista y diputado. Figura estelar del escenario político de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Hincha de González Prada. Se le atribuye la composición del primer vals peruano y por cambiarle el nombre a la zamacueca chilena por ‘marinera’ en tributo a Grau. Por si no lo saben, Tunante significa “persona pícara y astuta, que se aprovecha de la gente y de las circunstancias”. El plantel cuenta con una infraestructura moderna y adecuada para la enseñanza. Desarrollamos un taller de orientación vocacional y otro de lenguaje audiovisual antes de bajar unas cuatro cuadras para acudir a la casa donde nos aguardaban con un suculento ají de gallina (con gallina de verdad). Las calles asfaltadas son escasas y llama la atención el número de personas que se movilizan en moto, incluso menores de doce años. Como en todos los pueblos de la sierra, las personas son amistosas —no tienen aspecto de tunantes— y saludan a su paso a los forasteros.  

Salimos de Sarín rumbo a Yanasara. En el crepúsculo pasamos por la laguna de Sausacocha que luce preciosa iluminada por la luz artificial. A los cuarenta minutos arribamos al albergue R.P. Jaime Gari Barceló, religioso catalán que llegó al Perú huyendo del franquismo y estableció esa casa como retiro espiritual. Administrado por la comunidad del lugar, ofrece alojamientos y desayuno a precios módicos, aparte de extensos jardines y áreas de fogatas nocturnas. Para el encendido rápido de la leña, se colocan hojas secas que, al contacto con el fuego, se prenden en un santiamén. Los chicos al ritmo del ron y del reggaetón se apoderan de la fogata, cortando el encanto de quienes hubiéramos preferido contar relatos de aparecidos en el bosque y bajo un cielo estrellado donde los lugareños aseguran el avistamiento de ovnis. Con un grupo de estudiantes menos bulliciosos y ávidos de buena conversación, adquirimos dos botellas de vino de dudosa procedencia y preparamos sangría, distanciados convenientemente del mundanal griterío. 

El sábado 17, posterior al desayuno, compuesto de dos panes rellenos de pollo deshilachado y una taza de quinua, enrumbamos a los baños termales. Como llevaba un día sin bañarme, elegí una ducha y me mantuve bajo el agua caliente —no hirviente— hasta que el jaboncillo de una luca que adquirí en la entrada se deshizo totalmente. Con el cuerpo oloroso —y no sulfuroso como me ocurrió en otras aguas termales—, trepo a la van y nos vamos a Sausacocha, arribando a golpe del mediodía. El lugar, turístico por antonomasia, representa para los huamachuquinos, lo que es Huanchaco para los trujillanos. La presencia de varias camionetas cuatroporcuatro, es prueba palpable de cómo la minería eleva el nivel adquisitivo de los pueblos. Rodeado por una decena de restaurantes y albergues, la laguna ofrece a los visitantes una experiencia bucólica. El comercio ambulatorio es limpio —me llama la atención escuchar a una vendedora expresándose en quechua a la perfección, cuando creía que los incas no habían tenido mayor influencia en esos lares— y cuenta con dos muelles de madera que sirven de embarcadero para el paseo en lancha. Está prohibido bañarse en sus aguas. Quedarse enredado en las algas que crecen debajo es un cepo mortal. Probé con resquemores el cebiche de trucha y no me ensarté. Muy pasable para qué. Almorcé trucha apanada y sazonada con media caja de cerveza negra. Conocí a Luis Flores Prado, bisnieto de uno de los principales héroes de la historia del Perú, Leoncio Prado. La cháchara histórica hizo que me perdiera del paseo lacustre. Es una deuda pendiente para mi próxima visita.

Partimos a Huamachuco a las cuatro de la tarde. Pasamos por Purrupampa, donde se desarrolló el último enfrentamiento de la Guerra con Chile y se erige un monumento conmemorativo, inaugurado por Beláunde Terry en 1983 con motivo del centenario de la batalla. A diferencia de la pampa de la quinua y otros sitios donde se escenificaron actos bélicos históricos, Purrupampa luce en buena parte tugurizada de viviendas de los desplazados que llegaron a la ciudad por la violencia terrorista de la década de 1980. Una pena.

En la calle Sánchez Carrión, Luis Flores Prado habita con su madre, la nieta de Leoncio Prado y en dos ambientes del segundo piso de su vivienda han establecido un museo en tributo a su ilustre antecesor. Flores Prado, a quien le encuentro un parecido con Jean Reno, nos comparte la historia de su familia. Leoncio Prado, natural de Huánuco, era hijo extramarital de Mariano Ignacio Prado, presidente de la república durante el combate del 2 de mayo y en una segunda oportunidad en el inicio de la Guerra con Chile. Leoncio viaja a Europa. Forma parte de la rebelión de José Martí en Cuba. Radica en Centroamérica. Tras la batalla de Miraflores los chilenos lo toman prisionero y lo exilian a Chile. En 1883 pide permiso a los invasores para retornar al Perú, jurando bajo palabra que no formaría parte de las tropas peruanas rebeldes. Venía para despedirse de su madre y luego partiría a radicar al Ecuador. Sin embargo, forma parte de las huestes de Cáceres y participa en la batalla de Huamachuco. A los cinco días es apresado en Cushuro y fusilado por haber faltado a su palabra de no tomar las armas. Igual estaba condenado a muerte por la gangrena avanzada en una de sus piernas.

Pregunto a Flores Prado como es que los descendientes de este héroe insigne radican en Huamachuco. Me cuenta que engendró un hijo único cerca a las serranías de Sayán —donde décadas atrás habitó Sánchez Carrión— a quien le legó su nombre, Leoncio Prado. Años después, en 1917, por concurso de Abelardo Gamarra, al hijo de Leoncio Prado le ofrecen la subprefectura de tres ciudades y no duda en elegir la tierra donde falleció su padre. Allí se quedaría para toda la vida, al igual que su familia. Un estudiante le pregunta si es realidad o mito que le permitieron a Leoncio Prado dirigir al pelotón de fusilamiento con la cucharita de una taza de té. Flores Prado responde que existen dos versiones, la de Abelardo Gamarra quien sostiene que Prado murió asesinado en Cushuro y la versión chilena que le concede al sentenciado de muerte el dirigir su propio fusilamiento. Tiene más peso la versión chilena que era un ejército profesional y redactaban partes de guerra, mientras que los peruanos carecíamos de quienes guardaran por escrito los registros de cada batalla. 

La batalla de Huamachuco no sólo es el último enfrentamiento entre peruanos y chilenos. Es el inicio de una guerra civil en el Perú que se prolongaría por décadas. Al enterarse Cáceres que los chilenos estaban negociando con Iglesias el armisticio y la cesión a perpetuidad de la provincia de Tarapacá, Cáceres parte del centro del país hacia Cajamarca para apresar a Iglesias y es interceptado por las tropas chilenas al mando de Gorostiaga en Huamachuco. Tras la batalla y como los chilenos no reconocían a las huestes de Cáceres como un ejército oficial, si no como un grupo de montoneros, no se les aplicó las leyes de guerra de tomarlos prisioneros, si no que se procedió a victimarlos en el campo en lo que la historia lo conoce como ‘el repase’. Cáceres se refugia con doscientos montoneros en Pataz y se iniciaría un periodo de guerras civiles de Cáceres contra Iglesias y luego de los propios montoneros contra Cáceres, al considerar que ‘el Brujo de los Andes’, al asumir la presidencia de la república, los había traicionado en cuanto a sus deseos de reivindicación en contra de los gamonales de la sierra y esas rebeliones montoneras se prolongarían hasta la década de 1920 en las regiones de Cajamarca, La Libertad y Áncash.

Como se hace tarde, nos vemos obligados a cortar la conversación de hechos históricos con Flores Prado y nos dirigimos a la plaza principal de Huamachuco, a una cuadra del museo. La plaza es grande. Vistosa. Adornada de arbustos esculpidos con figuras propias de las culturas ancestrales de la ciudad. Alrededor de ella se erigen los principales hoteles. Sedes bancarias. El teatro municipal pintado de color verde esmeralda. La iglesia principal desdibuja la arquitectura del ambiente, al tratarse de una construcción moderna que no guarda armonía con el resto. El campanario que conmemora el ingreso del ejército libertario de Bolívar. El colegio San Nicolás, donde cursó estudios César Vallejo, al costado del convento de los agustinos.

Partimos a Trujillo a las cinco de la tarde y nos detuvimos solamente a adquirir quesos y otros productos en el desvío a Otuzco, a poco de donde se cayó al abismo un bus de Transportes Horna y fallecieron una treintena de personas, erigiéndose varias cruces con fotografías de los fallecidos. Creímos que ahorrábamos dinero, pero al ver que la mayoría de productos procedían de Cajamarca y no difería gran cosa de lo que podías encontrar en Trujillo, sentí que era poco menos que una estafa. Llegamos a las diez de la noche. Molidos pero felices. Con ganas de volver por más.  

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