Siempre quise conocer Huaraz.
Allá por 1982, mi papá cargó con toda la familia en la Datsun y tras llegar a
Pativilca, tomó el desvío y trepamos por la carretera de acceso a la sierra
hasta que la camioneta no pudo más. Dimos media vuelta y pasamos Fiestas
Patrias en Barranca, quedándome de la subida el paisaje de cerros poblados de
árboles. Tuvieron que transcurrir más de cuatro décadas para cumplir con mi deseo,
aunque me hubiera gustado que fuera mucho antes, en una fecha más cercana al
sismo del 31 de mayo que marca un dramático antes y después en el devenir del
Callejón de Huaylas.
Si vuelvo a viajar a Huaraz, me
gustaría hacerlo en vehículo particular por la ruta del Cañón del Pato, donde,
me cuentan, se viaja al filo del abismo, pasando por diversos túneles y las
cordilleras Negra y Blanca se aproximan a tal punto que dan la impresión de
poderlas tocar con los brazos. El viaje en bus desde Trujillo toma unas ocho
horas. Llegas a Casma —ya no a Pativilca— y te desvías hacía la sierra por una
carretera en buen estado, imagino que gracias a la minería. Antes de subir, se
pasa por algunos poblados del distrito de Yaután, que parecen, por sus viviendas,
de reciente data, imagino atraídos por la actividad frutícola de los
alrededores.
Me albergué con mi familia en el
hotel Valery, en la avenida Luzuriaga, a tres cuadras de la Plaza de Armas. A
propósito de este gallo del que desconocía su existencia y su busto está en
plena plaza. Se trató del primer peruano en obtener el grado de Gran Mariscal.
Participó en la independencia de Argentina, Chile y Perú. Tras la caída del
Protectorado de San Martín, cayó en desgracia a los ojos de Bolívar y partió a tierras
gauchas donde se pegó un tiro para escapar de la miseria. Una provincia ancashina
lleva su nombre y quizá valdría la pena expatriar sus restos e inhumarlos en su
tierra natal con los honores que merece. La avenida que lleva su nombre es la
más comercial de Huaraz. En el lado izquierdo, subiendo hacia la plaza, la
acera está cubierta por un cielorraso y las losetas lucen un diseño similar al
malecón de Copacabana en Río. La pista lleva meses en zanjas por obras
municipales que no tienen cuando acabar, dando una pésima imagen al turismo que
llega en Fiestas Patrias.
En el centro y alrededores, es
común encontrar visitantes estadounidenses, alemanes, franceses, italianos,
argentinos, chinos y japoneses. Curiosamente, brillan por su ausencia en los tours
más solicitados hacia Chavín de Huántar o la laguna de Llanganuco, hechos para
turistas nacionales que quieren esforzarse poco y buscan que los transporten
hasta las puertas del atractivo turístico. Los atractivos, en cambio, gustan
del trekking, del climbing, y no se hacen problemas por recorrer
a pie enormes distancias por senderos inhóspitos para llegar a cumbres y
lagunas que nosotros, los comodones de los peruanos, no estamos dispuestos a
recorrer. Incluso puedes verlos con carpas, dispuestos a acampar en la montaña.
No me encontré con venezolanos, como en otros lugares del país, salvo la guapa
veneca pelo-pintado que nos atendió en Clandestina, uno de los bares que
elabora su propia cerveza, ubicado en el parque Ginebra, epicentro de la vida
nocturna huaracina.
El parque Ginebra —imagino debe
su nombre a las analogías que hacen del Callejón con Suiza— es un boulevard poblado
de pizzerías y restobares con mesas afuera de los locales, dándole un aroma cosmopolita
al ambiente. Muchos ofrecen cervezas artesanales, elaboradas en la misma
región, de diversos sabores como fresa, eucalipto, kion o miel de abeja. El
restobar de Sierra Andina, cerveza con varias presentaciones como la ‘Pachacútec’
con diez grados de alcohol, se encuentra en el parque del periodista, donde
aparece el busto de Pedro Morales Carreño, reconocido escritor huaracino.
Si bien la oferta gastronómica es
diversa, sorprende la cantidad de chifas que prolifera en la urbe. En cuanto a
comida típica de la región, nos recomendaron los restaurantes del jirón Olaya,
arriba, a unas diez cuadras de la plaza, calle que se enorgullece de conservar la
fisonomía original de la ciudad, siendo de las pocas que no sufrió daños
considerables a causa del terremoto. Almorzamos en el Hierba Buena que ofrece
pachamanca —los domingos—, chicharrón, costillar y otros platos a base de chancho,
picante de cuy, trucha frita, patasca y llunca de gallina, que es como un caldo
de gallina, pero que lleva trigo en vez de arroz o fideos, todo acompañado de
una jarra de chicha de jora.
Llama la atención que siendo una
ciudad grande y de agitada vida comercial —los comercios de las avenidas principales
permanecen abiertos hasta pasadas las diez de la noche— no haya presencia de autoservicios
como Plaza Vea o Mass. Su lugar lo ocupa Trujillo Market con varias sedes. Otra
cadena con locales en todo el Callejón es Farmarecuay, pero sí le tiene que
hacer frente a las farmacias de Intercorp. Locales donde los huaracinos hacen
cola es la Panadería Romerito y las raspadillas El Gordito, que funciona desde
1938, en una carretilla detrás de la catedral. Ofrece de tres tipos: con leche
condensada, frutas cítricas y chocolate con café. Delicias que vale la pena
disfrutar. El comercio ambulante en el centro se encuentra extendido. Algunas
vendedoras son quechua-hablantes, ataviadas con sombreros y prendas coloridas.
Se ofrece ropa de invierno, huevitos de codorniz y emolientes que carecen de
sábila y, como no son espesos, parecen un jugo caliente. Tuve también la
oportunidad de escuchar dos emisoras locales. Huascarán Rock & Pop en la
104.5 FM, cuya señal se pudo captar con nitidez en la van que nos trasladó a
Carhuaz. Clásica Radio en la 92.5 FM que sonaba desde la Feria Artesanal al
costado de la Catedral, a tanto volumen que llegaba a buena parte de la plaza,
contagiando con las baladas en español de Camilo Sesto o Leo Dan.

La plaza principal de Huaraz es
similar a otras de la sierra. Goza del privilegio de que a lo lejos se aprecia
el Huascarán, aunque otros entusiastas afirman que se pueden ver el Huandoy y
el Alpamayo. Por más que me esforcé, no alcancé a distinguirlos. Predominan los
espacios verdes, pero carece de árboles frondosos que guarezcan a las bancas
del sol inclemente. De los edificios que la rodean, destaca la imponente
catedral —todavía en construcción— de imponente estilo neorrománico, diseño europeo
enclavado en los Andes. Ornamentada en los costados con testas de animales como
el cóndor o el puma en vez de gárgolas, falta el revestimiento que le pondrán a
sus paredes desnudas para ver cómo queda el acabado final. Otras infraestructuras
destacables son la Casa de la Cultura, con su domo plateado en la parte
superior, la Corte Superior de Justicia de Áncash, la municipalidad y las sedes
del BCP y del BBVA.
Una visita de tres días es insuficiente
para juzgar la fisonomía de toda una ciudad, pero Huaraz deja la
sensación de carecer de una tradición monumental. Es comprensible. El terremoto
de 1970 barrió con gran parte de sus viviendas y demolió su historia. Incluso
la huaca Pumacayán, una colina enclavada en la ciudad y que parece se trató, antes
del arribo de los españoles, de un templo o una fortaleza, ahora es un
amontonamiento de piedras y tierra que cuenta como mayor atractivo con la capilla de la Cruz de
Pumacayán en la cima, elemento protagónico en el proceso de extirpación de herejías durante la
Colonia.
Dicen que posterior al sismo, la
mayoría de la población original emigró a otras latitudes y ahora son otras las
familias. Los huaracinos de hoy son hijos de los emigrantes incentivados por el
régimen de Velasco para repoblar el lugar. Si uno escucha hablar a los
pueblerinos, les llamará la atención su acento cantarín, propio de la selva
alta o de la costa norte y no con la lengua pegada al paladar como es típico de
otros sectores de la sierra. Considero, particularmente, que Huaraz carece de
armonía arquitectónica y eso le resta belleza al guardar escasa relación con la
imponencia del paisaje que la rodea. Mejor hubiera sido que en el proceso de reconstrucción
apostaran por el adobe y la piedra en vez del ladrillo, peor aún si la mayoría
de casas las dejan inacabadas o sin tarrajear. Mejorar las fachadas es una
tarea que deben emprender el municipio y todos los vecinos en su conjunto para
que el título de ‘la Suiza peruana’ no les quede demasiado grande.
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