...La Ciudad y los Perros, novela capital
de la literatura peruana. La leí por primera vez en 1985 —a raíz de visionar el
filme homónimo de Lombardi— y creo que la última vez fue en 2003, siempre con
el mismo deleite. Conservo tres copias de diferente año y editorial. La edición
de Peisa la conservo subrayada y plagada de anotaciones. Mas que el propio
relato, lo que me sorprende es la maestría con la que el autor yuxtapone los
tiempos y los distintos puntos de vista. Una madurez narrativa que sorprende en
un joven escritor, edad inverosímil para concebir una novela de estructura tan
compleja. La Ciudad... es para Mario
lo que Citizen Kane es para Orson
Welles. Ambos realizaron su ópera prima a los veintiséis años y se pusieron al
principio de su carrera una valla muy alta.
...la frase: “Zavalita, en qué momento se jodió el Perú”. Años atrás cuando soltero estaba y tenía como room-mate a mi gran amigo Sergio Cabrera, elaboramos un ranking de las mejores frases —o las más afortunadas— de nuestra literatura. Ganó “Zavalita...”, pero “Las mujeres son como los trompos, quiñadas ni de vainas” de José Diez Canseco le hizo ardua lucha, ubicándose en un segundo meritorio lugar, sobre otras mayúsculas como: “A cocachos aprendí mi labor de colegial” o “Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé”. Según muchos, incluso el propio Vargas Llosa, Conversación en la Catedral es su novela mejor lograda (ciertamente es la más voluminosa). Mi top personal de las novelas vargallosianas son: 1) La Ciudad y los Perros 2) La tía Julia y el Escribidor 3) Conversación en la Catedral 4) La Guerra del Fin del Mundo 5) Pantaleón y las Visitadoras.
...la frase: “Zavalita, en qué momento se jodió el Perú”. Años atrás cuando soltero estaba y tenía como room-mate a mi gran amigo Sergio Cabrera, elaboramos un ranking de las mejores frases —o las más afortunadas— de nuestra literatura. Ganó “Zavalita...”, pero “Las mujeres son como los trompos, quiñadas ni de vainas” de José Diez Canseco le hizo ardua lucha, ubicándose en un segundo meritorio lugar, sobre otras mayúsculas como: “A cocachos aprendí mi labor de colegial” o “Hay golpes en la vida tan fuertes... yo no sé”. Según muchos, incluso el propio Vargas Llosa, Conversación en la Catedral es su novela mejor lograda (ciertamente es la más voluminosa). Mi top personal de las novelas vargallosianas son: 1) La Ciudad y los Perros 2) La tía Julia y el Escribidor 3) Conversación en la Catedral 4) La Guerra del Fin del Mundo 5) Pantaleón y las Visitadoras.
...ser
el mejor escritor peruano. Cuando en 2007 presenté en el Centro Cultural España
de Lima mi libro de relatos Entre
Alacranes, mencioné que Vargas Llosa, César Vallejo y Ricardo Palma eran
los principales literatos que el Perú ha parido. Creo que el comentario no le
agradó a algunos de los presentes que esperaban que mencionara a otros
escritores ‘malditos’ y menos famosos o convencionales. Puedo parecer
iconoclasta en muchos aspectos, pero en el arte admiro y respeto mucho a los
clásicos. Vargas Llosa carga con la ‘culpa’ de convertirse desde muy joven en
un ‘referente’. No necesariamente debes morir para ascender al Parnaso.
...su
galardón reivindica a varios miembros del Boom Latinoamericano como Sábato,
Cortázar, Benedetti, Puig, Fuentes, Donoso, Ribeyro, Arguedas y otros más. Lo
equipara, además, con Gabo, el otro pilar destacado del ¡Boom!, cuya amistad se
acabó con un puñetazo, sacudiéndose de paso de sus ideas socialistas y
convirtiéndose en liberal. Mario debe ser el único Nobel que ha gomeado a otro
Nobel y que estuvo a punto de gomear a otro llamado Gunther Grass.
...que
su fama de literato quedó incólume a pesar que entre las décadas de 1980 y 1990
produjo un puñado de novelas bastante mediocres, lejos de la genialidad de su
primera etapa. Los cuadernos de Don
Rigoberto, por ejemplo, es malísima. Egon Schiele, como leit motiv del
capricho, merecía más. Como sostiene el agudo Marco Aurelio Denegri, Vargas
Llosa es cualquier cosa menos un escritor erótico. Simplemente la ‘arrechura
literaria’ no le sale. Acápite aparte merece su cumplidora Travesuras de la Niña Mala, acaso su novela más redonda de los
últimos años, a pesar que comete los dislates de confundir a Willy Barbadillo
con su hijo ‘Patrulla’ y adelantarse algunos años a la Perestroika.
...que
muchas de sus novelas han sido llevadas a la pantalla grande. Su pelicula más
taquillera fue la versión de Pantaleón y
las Visitadoras de Lombardi —financiada con dinero montesinista de los
Crousillat— pero no necesariamente la mejor. No he tenido la oportunidad de ver
la primera Pantaleón, dirigida por el
mismo Vargas Llosa en República Dominicana. Prohibida por los militares, su
estreno se produjo en el Perú bien avanzado los ochenta. Recuerdo haber visto
el trailer en un cine de Trujillo y cuando le dije a mi papá para ir a verla,
me dijo no. Era apta para 18 años y yo era un crío de diez. Otro suceso de
taquilla fue La Ciudad y los Perros,
sin embargo la mejor película con argumento vargasllosiano a mi parecer es Los Cachorros de Jorge Fons. La Fiesta del Chivo de su pariente Lucho
Llosa no es mala, salvo que el personaje de Urania —interpretrado por Isabella
Rosellini— se me hace odioso. Más esperpéntica es la gringa Tune in Tomorrow, basada en La Tía Julia..., con Barbara Hershey, un
bisoño Keanu Reeves y Peter Falk haciendo de ‘Peter Carmichael’ (en vez de
Pedro Camacho). Mención aparte para Fresa
y Chocolate, película cubana que utiliza a Conversación en la Catedral —la misma edición de Seix-Barral que
conservo en mi biblioteca— para que Vladimir Cruz se interese en Javier
Perugorria. Es un orgullo que las obras de Vargas Llosa figuren en el índex del
régimen castrista.
...haber
nacido el 22 de marzo de 1936, el mismo año que mi viejo, nacido el 18 de
febrero. Un motivo totalmente personal y subjetivo de mi parte, pero si a
alguien le debo algo de lo que realmente soy es a mi padre, un tipo con la
suficiente inteligencia para hacer que yo me interese por las letras. Cuando
veo a Vargas Llosa inevitablemente pienso en él. Lamento que Mario mantuviera
una relación conflictiva con su progenitor. Tras leer su crónica Mi hijo, el etíope, confirmé que el
literato tiene el mismo perfil paterno que mi viejo.
...que
tras los merecidos y justificados homenajes recibidos en todos los medios de
comunicación, acabo de enterarme que el literato de púber cultivó la costumbre
de continuar los relatos y novelas que le habían impactado. Eso me exime de
culpas cuando en Entre Alacranes
aposté por publicar un post-epílogo a La
Ciudad y los Perros. Sin temor de represalias judiciales, me tomo la
libertas de compartir este relato en mi blog.
El perro
—¡Cuatro! —exclamó el excadete.
Y colocó sobre el mostrador las fotos de sus hijos, tres mujercitas y un
varón, que emergieron de su desgastada billetera. El amigo que no veía desde
que culminaron los cursos de administración bancaria y había llegado desde
Venezuela a visitar a su madre enferma, intentaba zafarse mostrando el paquete
de harina que le habían mandado a comprar, pero él insistía en palabrearle
sobre lo orgulloso que se sentía de su vástago menor y que si en ese momento no
se encontraba con su familia, era porque le desbordaba la emoción de verlo
vestido con el traje militar y no quería que lo vieran lagrimear.
—…Por eso me escapé a la calle, con esta chompita delgada sobre mis
hombros, porque carajo, ¡qué frío hace! Y eso que estamos a fines de marzo. El
invierno se adelantó aquí en Magdalena. Mira lo tupido que está el cielo. No
parece que fueran las tres, sino las seis de la tarde…
Resignado a soportar al excadete que con los ojos llorosos se mantenía
sobrio tomando una Ginger-Ale en medio de una bodega abarrotada de sabatinos
bebedores de cerveza; unos atentos, otros no tanto, a la narración del partido
donde el Sport Boys derrotaba dos a cero al Atlético Chalaco, el amigo
‘venezolano’ le preguntó desde cuando se había vuelto tan sensible y llorón.
Cuando lo conoció, él se distinguía por su carácter hosco y bravío, seguro de
que las lágrimas eran una muestra de debilidad, una bajada de guardia, un
recurso de hembra, de macho jamás.
De rapaz el excadete nunca supo lo que era llorar. Ni siquiera cuando
tras años de vagabundeo, llamó a la puerta de su casa y se dio con la amarga
sorpresa de que ya no era suya y que a su madre hacía meses la habían sepultado
en una fosa sin lápida. Fue un golpe devastador, pero se consoló rápido con la
idea de que Dios y Santa Rosita de Lima, de quien ella era devota, habían sido
piadosos al ponerle punto final a su miserable existencia. Ahora que la edad y
la vida conyugal lo habían reblandecido y le daban súbitos arranques lacrimógenos,
como hacía un rato cuando vio a su mujer con el centímetro enroscado al cuello
y la boca llena de alfileres, ajustándole el uniforme a su hijo; él debía
enseñarle a su crío que los hombres no lloran. Sabría eso y otras lecciones
más.
Tras escabullirse el amigo de antaño y finalizado el partido en el Telmo
Carbajo, el excadete, con el semblante endurecido por el pésimo resultado de su
equipo, el ‘león del puerto’, retornó a casa y dejó escapar un esbozo de
sonrisa al presenciar a su hijo paseándose ufano por la sala, con el pantalón
blanco y el saco azul marino con botones dorados del colegio militar.
—Eres todo
un hombre, ya puedes fumar —exclamó con la arrogancia de sus mejores días,
enseñándole cómo pasar de contrabando una cajetilla de cigarrillos Ducal, marca
insignia de Tabacalera Nacional, refundiéndola en el forro de la cristina,
antes de ponérsela en la cabeza.
Qué desgraciado habría sido si no
engendraba un varón. El heredero de su nombre le salió al cuarto intento y era
su vivo retrato, a pesar que a su edad tenía más talla y su figura no era tan
esmirriada. Había sacado el tono pajizo de su pelo blondo y la gélida ferocidad
de sus ojos azules, su mejor arma para meterle miedo a cualquiera antes de
trenzarse en una gresca.
Seguro su compadrito, el flaco
Higueras, compartía desde arriba esta satisfacción de ver a su ahijado metido
de cadete, pues siempre fue su chochera; los domingos lo llevaba a pelotear al
parque o a ver a los trapecistas en la temporada circense de Fiestas Patrias.
Por desgracia, el flaco nunca pudo reprimir su instinto delictivo. Intentó
laburar de peluquero, estibador, emolientero, pero no había caso. Hubiera sido
más glorioso para su trayectoria caer abatido por los disparos de la policía
tras asaltar la panadería del chino Tilou y no víctima de la gangrena luego que
en una trifulca en la cana, su pierna fuera infectada con la punta de un
verduguillo macerada en excremento. De eso hace ocho años y para toda la
familia era un ritual que en el día de los muertos acompañaran al excadete a
tomarse un buen trago de pisco frente a su tumba en el Baquíjano.
Amaneció otro sábado. Dos meses
habían transcurrido desde el ingreso de su cachorro al colegio militar. A las
siete de la mañana, tomó un desayuno frugal. A las ocho, lustró con Simoniz la
carrocería de su viejo Taunus, alquilado como taxi los días de semana para
agenciarse otra entrada con tantas bocas que alimentar. A las nueve, sube a la
esposa y a las tres hijas en el carro, dejando en casa a la tía de su esposa
quien lo tilda de malagradecido por negarse a sacarla de paseo. “¡Vieja de
mierda!” Y pensar que cargó con ella porque viéndola tan achacosa creyó que no
sobreviviría al ochenio de Odría. Habían pasado dos décadas desde que contrajo
nupcias con Teresa y la ceguera hizo que la señora cumpliera a cabalidad su
papel de suegra, el martirio que Dios le puso en su camino por haber sido tan
calavera en su juventud.
Con la familia apretujada, calculó el
tiempo y la ruta a seguir. Primero, debía desviarse de la Vía Expresa, subir al
puente Bausate y Meza rumbo a La Victoria y dejar a Juliana en sus clases de
costura. Segundo, enrumbar a la novena cuadra de la Avenida Arequipa y dejar a
Valeria, la mayor de sus hijas, en Panamericana Televisión, donde la aguardaban
sus amias con un pase para la semifinal de Trampolín
a la Fama. Finalmente, acompañados de Brigitte —por la Bardot— la menor y la más remilgosa, debía llegar al paradero de
La Colmena, a un costado de la plaza San Martín, y esperar el arribo del bus
del colegio Leoncio Prado desde La Punta.
Veinte minutos para las diez, el Taunus se hallaba entrampado en medio
de una congestión a causa de una marcha sindical con quema de llantas.
“¡Métanles bala a esos malditos sutepistas!”, exclamó desaforado el conductor
del Hillman que estaba a su costado y cuyo físico le recordó a un compañero de
clase, el Negro Vallano, quien una noche en el bus, de regreso al colegio,
provocó que todos se cagaran de risa al contar que el Poeta le había pagado a
la Pies Dorados para que le corriera la paja.
Vaya que era raro el Poeta. Medio pervertido el puta. De ahí su
imaginación para cranear esas historias marranas que cumplían con hincharles la
pichula. Salidos del colegio, no volvió a verlo hasta que, tras quince años de
labores en el Banco Popular, lo destacaron a la nueva agencia de San Isidro.
Allí le tocó atender al ingeniero Fernández, quedándose anonadado por su elegancia.
Todo lo que llevaba puesto fácil cubría su sueldo de un semestre. Pero valgan
verdades, el Poeta toda la vida fue buena gente y la plata no se le había
subido a la cabeza. Él mismo rompió el hielo de la formalidad al bromear con la
idea de volver a ponerse el uniforme y recobrar Arica y Tarapacá. Era la época
en que Velasco quiso hacerle la guerra a Chile y de paso curar al Perú de su
mayor trauma nacional. Luego volverían a encontrarse en diversas oportunidades
por hallarse la oficina de su sectorista cerca a la suya, siempre con un trato
cordial y evitando hablar del colegio militar donde no existían diferencias de
clases y el superior es el que pegaba más fuerte. Nunca hablaron sobre la
muerte del Esclavo y era mejor. “Qué iba a agradarle al ingeniero recordar que
yo le saqué la mierda por soplón”. El Poeta, además, había salido putañero como
su padre. Al ganar su compañía constructora la licitación de una obra estatal,
lo invitó a tomar unos tragos y salir con unas vedettes argentinas que eran sensación
en un café-teatro de Miraflores, pero él, amablemente, declinó la invitación.
El otrora indómito cadete se había dejado doblegar por el amor de su esposa,
tanto que no le había sido infiel ni una sola vez. “Si ya no sales de parranda,
imagino que tampoco te agarras a trompadas”, le sacó el Poeta en cara, algo
mosqueado por rechazar su ofrecimiento y achuntó en el blanco. Con la madurez
uno aprende a controlar sus demonios. La última vez que se peleó fue con un
frutero del mercado de Lince que empujó a su mujer, sin tomar en cuenta de que
estaba preñada de la segunda de sus hijas. A punta de rodillazos le partió la
cara y pudo matarlo si no llegaba la policía y lo llevaba enmarrocado a la
comisaría, pasando la noche entre maricones y carteristas de poca monta
¿Por qué insistía tanto el Poeta en
preguntarle por Teresa? Tanto interés, acrecentado tras ver la fotografía de su
esposa en la oficina, le hizo pensar que quizá pudieron conocerse alguna vez,
pero… esa posibilidad era tan descabellada e incongruente que nunca la
confrontó con ninguno de los dos. Lima hace unos años era pequeña, pero grandes
sus prejuicios sociales.
La vida doméstica había apaciguado a
la fiera y no sólo el Poeta, sino también Urioste. Los únicos cadetes de su
sección que había visto en tantos años, se lo habían enrostrado.
Con Urioste se topó el día que
matriculó a su hijo en el colegio. Sorprendido de que tuviera facha de gente y
no se hubiera convertido —como suponía la mayoría— en primera
plana de las crónicas policiales, le dijo que él era el único de la sección que
se había decidido por la carrera militar. Graduado con honores de la Escuela de
Chorrillos, lo destacaron a Juliaca donde se encontró con Gamboa, el teniente
que los tuvo bajo su mando cuando cadetes. “Lo ascendieron a Mayor luego de que
su cuerpo apareciera flotando en el Titicaca —le contó—, no debió meter sus
narices en ese asunto del contrabando de licores y televisores por la frontera
boliviana”. No fue muy preciso, pero le dio a entender que un oficial ascendido
a General antes que derrocasen a Belaúnde lo mandó a matar. Consternado por el
hecho, el excadete no prestó atención al final del relato de Urioste: su
retorno a Lima, la ascensión al grado de Capitán y la asignación al Leoncio
Prado, teniendo a su cargo a los cadetes del tercer año, es decir que su hijo
estaría bajo su tutela.
—¡Carajo! Si salió la mitad de jodido que tú, pido mi cambio a Chiclayo.
No se lo quiso advertir a su compañero de aulas pero su hijo era igual o
peor que él. De hecho pondría al Leoncio Prado de vuelta y media. Cuantas veces
al llegar a casa, su esposa lo esperaba con una nueva falta cometida por su
crío en el colegio parroquial. El muchacho, buscapleitos como ninguno, era el
más bravo con los puños, habiendo magullado a muchos, incluso a los estudiantes
de grados superiores. Era también el más mandado con las chiquillas quienes
encontraban atractiva su rudeza, equiparándolo con Steve McQueen. Sólo porque
Teresa trabajaba como secretaria de las monjas no lo habían expulsado por
mostrarse faltoso con los profesores.
Todas esas quejas, lejos de merecer una reprimenda, inflamaban el
corazón del padre, reencontrándolo con su espíritu salvaje. Cómo castigarlo si
se sentía completo al saberse imitado y superado por su sangre, porque él pudo
ser muy duro y sabido en las leyes de la calle, pero siempre se mostró tímido
con las muchachas, a su hijo en cambio se le regalaban. En estas semanas de
claustro, cuántas pendejadas habría cometido. Cuántas borracheras. A cuántos
habría molido a golpes. Seguro se habría adiestrado en el manejo de la ganzúa y
el saqueo de roperos ajenos, imponiendo que todo el comercio de cigarrillos y
revistas sucias pasara por sus manos. Quizá como padre le tocaría recomendarle
ser más cauto. No vaya a ser que Urioste lo retornase con la indicación de
internarlo en la correccional de Maranga.
Llegó el autobús y se cuadró en una de las esquinas de la plaza. Sus
puertas se abrieron y con orden marcial descendieron los cadetes, sacando pecho
por el uniforme que llevaban puestos.
—Míralos,
Teresa, eran niños al entrar, ahora son hombres al volver.
Sólo el
jovencito que asomó al final, aparecía con otro semblante. Fuera de los ojos
amoratados y el tabique de la nariz desviado, aún se podía reconocer el retrato
de su padre. Lloroso, dejó el morral en el suelo y corrió a los brazos protectores
de su madre, chillando que no quiere volver al claustro militar.
El
bochornoso espectáculo obligó que el padre, humillado por las miradas burlonas
de los otros cadetes, metiera como fuera a la familia en el carro y arrancase a
toda velocidad. Ya en el trayecto, la insoportable voz quejumbrosa de su
vástago, lo pone en autos de los que había sido su suplicio a manos de los
alumnos de años superiores. En la noche del «bautizo» le arrebataron sus
pertenencias y la chompita de rombos tan bonita que Juliana le había tejido, la
hicieron jirones. Tomado de los pies, lo metieron de cabeza al inodoro, repleto
de diarrea porque alguien andaba con las tripas flojas. “¡Lame, perro, lame!”,
le ordenaban mientras lo golpeaban en el pecho y la espalda. “Eres un perro, no
un ser humano, y los perros no hablan, ¡ladran y comen caca!”
—Te dije
que para hacerle frente a los grandotes tenías que fomentar la unión de tus
compañeros y juntos formar un escudo, espalda con espalda…
El hijo
contó que en su cuadra las cosas andaban peor. Sus compañeros no sabían de
compañerismo, eran unas bestias salvajes que lo vapuleaban con crueldad,
catalogándolo de ‘hijito de mamá’ y no cesaban de despreciarlo, golpearlo y
llenarlo de escupitajos. Los serranos, quienes eran los más asquerosos, le
metían la mano a cada rato. “¡Potito blanco aunque sea de hombre!”, le dijo uno
de ellos al abalanzarse encima de él en las duchas. Acaso lo hubiera ultrajado
si no fuera por la intervención oportuna del Capitán Urioste, quien, para qué,
era muy buena gente con él, pero no siempre estaba presente para defenderlo.
—El cholo
Gambarina es el más abusivo de todos. Me agarra a patadas y puñetazos sin que
yo le haga nada. Lleva confinado más de una semana por haberse fumado el té que
se robó de la cocina. Ha jurado que a su salida me va a matar. Ya sabe que yo
fui quien lo acusó con el capitán.
El Taunus
frenó de improviso en plena Avenida Wilson.
—¿Has delatado a tu compañero? —exclamó
el conductor a punto de estallar de la impresión.
—Lo hice para defenderme, papá. Pensé
que lograría que lo expulsen a Gambarina y que mi vida en el colegio sería
menos tormentosa, pero ahora estoy jodido. De verdad ese cholo me va a matar y
yo tengo mucho miedo. Por favor, papá, por lo que más quieras, ¡no me hagas
regresar…!
El padre
volteó hacia el hijo y sus lloriqueos los silenció de un bofetón. La rabia
intentó tragársela fijando su mirada en el camino, sin importarle que la
familia vea esa lágrima solitaria recorriendo su mejilla.
“¡Soplón,
carajo!” ¿Acaso las putas de las monjas del colegio parroquial no le enseñaron
que Judas hierve calato en el infierno por traicionar a nuestro Señor?” Mal
hizo su esposa en inventar hazañas que su hijo jamás cometió. Debió advertirle
que en el otro plantel también abusaban de él y si se rodeaba de muchachas en
los recreos era porque ellas no le podían pegar.
Ironías de
la vida. Seguro Urioste debía estar cagándose de risa por tamaña decepción. El
Jaguar, el mayor jijunagramputa que pasó por el Leoncio Prado, sufría porque su
hijo, el Jaguarcito, había salido igualito al Esclavo.
2 comentarios:
Comentario 1: Me comprometo a empezar con la costumbre (o vicio) de continuar las narraciones que leo (las "Kaira" están incluidas).
Comentario 2: "Potito blanco, aunque sea de hombre".
así es que quiñadas, ni de vainas, ¿eh fierro? me gustaría saber cómo es que una mujer se quiña
qué vaina tan machista y homofóbica te salió el post y el relato, fierro. pero en fin, ¡qué hago esperando peras del olmo?
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