Ariela
No les hablo en sentido
figurado cuando les digo que Ariela es un ángel caído del cielo, un espíritu libertino
condenado a morar entre nosotros por trasgredir las normas del más allá. Si no
me explico bien, debo hacerles saber que entre el cielo y la tierra existe un
enclave cuyas brumas dificultan la visión de quienes todo lo pueden ver. Una
tupida nebulosa compuesta por la masa residual con la que las deidades
primitivas formaron el Cosmos. Tratándose de un agujero negro que propicia el
deseo y el desenfreno, por prescripción divina sólo los ángeles donceles tienen
potestad de perderse en esas penumbras incitadoras al esparcimiento. Si
carecieran de esos desfogues pecaminosos, cuán soporífera sería su existencia
perpetua, se agobiarían con tanta pureza y solemnidad. Ese paraje es el punto
neutral donde ángeles y demonios convergen y departen experiencias, dejando las
diferencias de lado, propiciando que unos retornen al averno con sentimientos
más benévolos y otros con deseos de cometer travesuras que rompan la paz y la
monotonía en el reino de los cielos. Los espíritus femeninos están prohibidos
de aventurarse hacia esa nebulosa. Desde el principio de los tiempos los Dioses
establecieron que toda naturaleza femínea permanezca sujeta a los mandato del
varón. Ariela, la querube contestaría, eterno dolor de cabeza de sus
superiores, incómoda con la postura de figura relegada, casi decorativa en el
coro, se atrevió a cuestionar la subordinación. Hastiada de pasearse en
columpios dorados y de remojar sus alas en mares de cristal, se dejó tentar por
la curiosidad y descendió a la nebulosa donde, impedida de ver, mas no de
sentir, permitió que su materia descubriera infinidad de sensaciones que nunca imaginó
disfrutar. Sin resquemores que arruinasen el momento, por primera vez en una
existencia sin principio ni final, ella saboreó de la libertad plena y
absoluta, un regodeo que vivirá consigo por siempre jamás. De retorno a la luz,
el coro celestial en pleno quedó conmocionado al quedar en evidencia su estado
de gestación. Cómo pudo cometer abominación semejante si los seres seráficos están
imposibilitados de sentir lujuria, debilidad con la que los dioses someten y sojuzgan
a los mortales. Los seres alados desfogan su amor de otra manera. El éxtasis se
alcanza a través de la contemplación y la elevación de cánticos y plegarias a
la grandeza de los amos del universo. Confrontada por los jueces, Ariela no
esgrimió argumentos convincentes. Manifestó no comprender cómo fue que pasó o
cuando sucedió. Palpada y recorrida de tantas maneras, le hacía imposible
distinguir en qué momento fecundaron su simiente. Los jueces celestiales, quienes
poco saben de misericordia, sentenciaron que el fruto de su vientre quedara
maldito y trastocado en un ave de rapiña de plumas prietas como la culpa de su
madre, mientras que a Ariela la despojaron de sus alas, la castraron y
expulsaron del reino de los cielos por andar de resbalosa con el Diablo.
Condenada a una licenciosa vida terrenal, la proscrita ha vagado y ofrecido sus
encantos en calles y lupanares. Yo la conocí en El Tamarindo, camino a Monsefú y
luego en el Siete y Medio, carretera de Piura a Sullana. Hace poco acabo de
encontrarla en el Bahía Rosa de Huanchaco, constatando que sigue igual de bella
y generosa. Si la buscan, podrán reconocerla entre todas las chuchumecas por
las cicatrices que lleva en la espalda y por ser la única que eleva plegarias
antes de fornicar.
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