Cerca a las Fiestas Patrias, con una desilusión compartida por los primeros 365 días de Ollanta, publico un relato que escribí en el invierno de 2004 tras las protestas que impidieron (por ahora) la explotación de los yacimientos del Cerro Quilish. Quizá más oportunista que oportuno, y previo al mensaje del 28 de julio, me aúno en la tozudez de los cajamarquinos en la defensa de su habitat: ¡Conga no va!
Fue allá, en las alturas de
Cotabambas, donde aburrido de embriagarse y espantado del ofrecimiento de
aparearse con las llamas, que Salvador Baca cogió su rifle y le disparó a un
cóndor en pleno vuelo. Los comuneros, maravillados por su hazaña, se acercaron al
campamento y a cambio de diversas partes de su presa, concordaron en solucionar los
conflictos sostenidos con la Minera, permitiendo continuar con la extracción de
metales preciosos sin mayores protestas. Nacido costeño, chimbotano pata
salada, Baca no tenía por qué saberlo, pero comprendió que el cóndor para las
comunidades andinas es un ave mágica, cuyos huesos, plumas, garras y cresta se pueden transformar en poderosos talismanes contra el mal de ojo y otros sortilegios.
Años después, como empleado de
la Gold Fish, consorcio minero presto a explotar un yacimiento aurífero aledaño
al Valle Sagrado de los Incas, recordó estas supersticiones cuando se desataron
los conflictos con quienes moraban río abajo. Tras arrojar los estudios que en
esas laderas había tanto o más oro que el extraído por los godos durante la
Colonia, ocasionando que el lote perdiera su intangibilidad como reserva
natural y fuera subastado por el Estado al mayor postor, Baca, quien era capaz
de arrancharle a su madre las entrañas si hubiera oro en ellas, afirmó que se
tumbaría esos cerros, así se escondiese otro Machu Picchu. Estas declaraciones
se filtraron en la prensa y dieron más aliciente a los grupos ecologistas, cuyos
apocalípticos argumentos incitaron a los campesinos a tirar piedras y bloquear
carreteras. De nada sirvieron las promesas de trabajo, el reparto de víveres o asegurar
que la Gold Fish les pagaría más de lo que sacaban de sus chacras, los
habitantes estaban convencidos de que la mina envenenaría las aguas y traería
muerte a sus hogares. A diferencia del ingeniero Golú y de otros expertos en
solución de conflictos, Baca estaba convencido de que la mejor alternativa era
recurrir a la magia y para ello cazaría un cóndor, lo destazaría y lo repartiría
entre los supersticiosos.
Esa mañana, como era costumbre, el
personal del campamento se despertó con los ladridos de Laulico, el pitbull de Baca, culpable de su
primera denuncia judicial al morder a uno de los arqueólogos, creyentes de que en el
espesor de la jungla aún quedaban templos y huacas por descubrir. Tras un desayuno frugal, tomó su rifle y le ordenó a su fiel perro que lo siguiera a la pendiente donde pasó varias horas, abrasado por el sol de la serranía, aguardando agazapado, chacchando coca, que un cóndor se asomara por el horizonte. Lejos de desalentarse por las puyas del ingeniero Golú, le apostó una botella de whisky etiqueta
azul a que lograría su objetivo, a pesar de lo alto que vuelan los cóndores en
esa parte de la cordillera.
Con el caer de la tarde, un
cóndor majestuoso, acaso de mayor tamaño que lo acostumbrado, emergió de los cerros
y con las alas extendidas planeó por el valle, llevando entre sus garras una
masa sanguinolenta y palpitante, colocándose sin sospecharlo en la mira del
cazador. El disparo retumbó en las laderas y el proyectil impactó de lleno en
el pecho del ave que, por un momento pareció sostenerse en el cielo, antes de
caer en círculos a la zona donde permanecía cuadrada la maquinaria pesada del
campamento.
Baca y su perro llegaron hasta
la presa y junto con otros testigos presenciaron boquiabiertos un espectáculo
inverosímil. A la vista de todos, el cóndor comenzó a despojarse de su plumaje.
Su piel y extremidades, sus ojos, su pico y su cresta, tomaron silueta humana y
quedó ante ellos un hombre moribundo, con un agujero de bala en su pecho
corpulento.
Baca, quien de tanto laborar
en la sierra algo de quechua entendía, se acercó hacia ese ser sobrenatural y
le escuchó decir que él era nada menos que Ayar Uchu, el mensajero del Sol,
aquel a quien se le encomendó recorrer los cuatro suyos durante varias lunas
para recolectar los órganos de Ayar Manco, su hermano despedazado tras la
conquista, a quien sólo le faltaba el corazón para devolverle la vida y cumplir
con la reconstrucción del gran Imperio, extirpando la presencia del hombre
blanco de los Andes.
La herida de muerte impedía al
hombre-pájaro culminar con la misión encomendada por lo que depositó en las
manos de Baca el órgano palpitante y le imploró que enrumbase a la montaña,
cruzara la región de las nieblas perpetuas y llegase a la ciudad oculta de
Vilcabamba, donde el Inca aguardaba su corazón para cumplir con su
destino.
Apenas expiró, los restos del
hombre-pájaro se transformaron en piedra. Todos los presentes observaron a Baca
tomar un buen trago de aguardiente, murmurar que después de quinientos años
estos indios de mierda no le iban a quitar el trabajo y arrojar el corazón a las
fauces feroces de Laulico que lo engulló en instantes.
Casi al amanecer, Baca, poseso
por extraños elementos, se abalanzó sobre su perro y con un enorme cuchillo le
rebanó el vientre, extrayendo el corazón palpitante del Inca y colocándolo en
el morral que llevaba en la espalda. Sin que ninguno de sus compañeros pudiera
atajarlo, abandonó el campamento entre graznidos escalofriantes y corrió hasta
llegar a una quebrada. Juran los que lo vieron que agitó los brazos como si se
tratara de un cernícalo, se aventuró al precipicio y voló, por Dios que voló, y
pudo acaso volar más alto, hasta el sol naciente, sino fuera porque el
ingeniero Golú lo derribó de un disparo con su propio rifle.
A la Gold Fish ni a un país en
desarrollo le conviene el renacer de un Imperio.
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