En 1982 Perú fue
sede de tres eventos internacionales: Miss Universo, Festival de la
OTI (hace años que no se organiza) y Mundial de Voleibol. Tenía diez años en
ese entonces y recuerdo haber visto en Trujillo —en el Gran Chimú— a las
selecciones de Holanda, Hungría y Cuba. Perú con Raquel ‘la Chunga’ Chumpitaz,
Cecilia del Risco, Anacé Carrillo y unas jóvenes Cecilia Tait y Gina Torrealva,
alcanzó un meritorio subcampeonato frente a China, equipo que de lejos era muy
superior y desde ese momento la mayoría de peruanos iniciaríamos nuestro
romance con el deporte de la malla alta, o quizá se inició antes, en los
tiempos de Lucha Fuentes y Akira Kato, pero yo soy muy mocoso para atestiguarlo
y opino que los torneos internacionales transmitidos a todo color, sea por
Panamericana o América TV, hicieron del vóley otro de los hitos inolvidables de la década de
1980.
Siguieron pues las
Olimpiadas de Los Ángeles donde fuimos semifinalistas, el mundial de
Checoslovaquia y cerramos el ciclo con las Olimpiadas de Seúl. Siempre
dirigidas por el coreano Man Bo Park —quedará siempre en la duda si las
agarraba o no a cachetadas— a las ya consagradas Tait y Torrealva, se les
agregaban Gaby Pérez, Natalia Málaga, Rosa García, Denisse Fajardo, entre otras.
La campaña de Perú en 1988 creo que ha sido harto comentada. Hasta ahora se
comenta cómo medio país se amanecía para ver a las nuestras ganar partidos
épicos contra China —el ‘cuco’ de ese entonces—, Estados Unidos y Japón.
En la madrugada
del 29 de septiembre, Perú enfrentó en la final a la Unión Soviética, que eran
las favoritas gracias a la experiencia de dos grandes jugadoras como Irina
Smirnova y Valentina Ogienko. Sin embargo, contra todo pronóstico, Perú, con
una brillante performance de ‘la zurda de oro’ Cecilia Tait —nombrada luego la
mejor jugadora del torneo—, se impuso fácilmente en los dos primeros sets y en
el tercero, cuando ganábamos fácilmente 12 a 6 (en ese tiempo los set eran sólo
hasta 15 puntos), las soviéticas reaccionaron y no pararon hasta ganar ese set
y el siguiente. En el set definitivo, las peruanas contaron hasta con tres
match points pero al final tuvieron que contentarse con la presea de plata, las
soviéticas ganaron ese dramático set 17 a 15.
Cuál sería mi
cara en ese momento, mezcla de rabia y frustración, que mi viejo, que nunca fue
fanático del deporte pero sí entusiasta, al punto de sin importarnos el trabajo
o el colegio nos hacíamos compañía viendo los partidos a horas prohibitivas, me
lanzó una sentencia que para desgracia de la afición se ha cumplido, se cumple
y se seguirá cumpliendo: “los peruanos saldremos campeones de forma individual,
pero nunca como equipo”.
Después de la
campaña de Seúl, el vóley peruano entró en franco declive. Una crisis que se
agudizó con la superación de Brasil —y luego de Argentina, Venezuela y hasta
Colombia—, la aparición de nuevas potencias en el continente como República
Dominicana y la hegemonía de naciones europeas como Italia, Alemania o Turquía,
haciéndole la parada a las naciones asiáticas.
Habría pues que
esperar largos 25 años para que una selección peruana de vóley —categoría
menores— volviera a ser protagonista de un torneo mundial. Dirigidas por
Natalia Málaga, que no mete cachetadas como Park pero sí sapos y culebras, Perú
comenzó a sorprender cuando vencimos a México, Italia y Taipei. Perder el
último partido de la serie frente a Turquía —campeón defensor de la categoría—
resultó al final una suerte porque nos puso en Octavos de Final frente a
Eslovenia a quien se le derrotó con un contundente 3-0. En Cuartos nos tocó un
rival más difícil, Serbia, donde deslumbraba Sara Lozo —quizá la jugadora más
bonita del torneo— y tuvimos que esforzarnos más de la cuenta para ganar 3-2 y
meternos en semifinales. Mientras tanto italianas, turcas, dominicanas,
japonesas —equipos que podían complicarnos más que las ex yugolasvas— quedaban
en el camino. Nos tocaba ahora enfrentar a China, el ‘cuco’ de siempre. De nuevo
frente a frente un país de 30 millones de habitantes frente a un monstruo de
1300 millones.
Sin embargo, las
acciones comenzaron bien para Perú. Ganamos los dos primeros sets —el primero a
ritmo de pichanga—, el tercero lo perdimos peleando y el cuarto lo regalamos.
Para el quinto, Alfi que ya se había levantado, me hizo compañía con todo su
entusiasmo de sus siete años. Empezaba parejo. Igualados punto a punto hasta
que de repente Perú se coloca en un inmejorable 14-10, es decir, tenía el
partido en el bolsillo, estadísticamente era poco probable que el triunfo se
nos fuera de las manos. No obstante nos pasó. Las chicas comenzaron a errar y
las chinas crecieron. De repente, el gesto triunfal se trastocó en un manojo de
nervios y permitimos que nos igualaran 14-14. De ahí ya no hubo quien la
asegurara más. Empezamos a regalar balones, a pasarlos a la otra cancha en vez
de asegurar un punto. Acumulamos cuatro match points pero no tuvimos capacidad
de concretar lo que parecía una victoria. Al final nos ganaron 22-20 y los
fantasmas de siempre se apoderaron del televisor y de nuestros interiores.
Cómo explicarse
una derrota así. Porque a Perú se le quema la torta en el horno, porque ese
gusto masoquista de morir en la orilla. La sentencia fatalista de mi viejo hace
25 años rondó —y ronda en mi cabeza— desde la pasada mañana de sábado y el mal
sabor no se me quita con nada. Pienso, pues, que formamos parte de una raza
perdedora que le tiene miedo a ganar, que no estamos preparados para subirnos
al primer puesto, que psicológicamente nos falta superar muchos traumas ya que
el síndrome del perdedor es algo que llevamos en los genes.
Ángela Leiva —nombrada la mejor del Mundial—, Rosa Valiente —la mejor de Perú, según mi criterio— y compañía demostraron que talento le sobra a la selección y nos hacen creer que al menos tenemos plantel para hacer la lucha en los torneos que vendrán en el futuro, pero igual que esta triste lección nos sirva de una vez por todas que ser las mejores no basta, hay que creerlo, interiorizarlo con uno misma y no derrumbarse cuando falta tan poco para alcanzar el objetivo final.
Yo no cuestiono
el trabajo de Natalia que mucho protagonismo tiene en esta campaña agridulce,
pero quizá se necesita algo más que una buena carajeada. Se necesita, además, un psicólogo —acaso un psquiatra— que nos
enseñe de una buena vez por todas a ganar.
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