Úrsula Iguarán
vivió entre los ciento quince y los ciento veintidós años de edad. No sólo madre
de tres hijos, crió a otros dos —una supuesta
sobrina y un nieto bastardo— como propios y fue abuela de varios nietos, bisnietos y tataranietos. Aparte
de soportar los proyectos inverosímiles de su esposo y su demencia posterior,
la matriarca fundó una comarca que con los años se convirtió en pueblo,
volviéndose sin proponerlo en la personalidad más influyente, en la autoridad
principal sin necesidad de nombramiento. Úrsula es el personaje más relevante de
esa portentosa y desbordante novela titulada Cien Años de Soledad; quizá sea una de las figuras maternales mejor
concebidas en la literatura universal.
Si bien el concepto ‘madre’ es asociado por el común de las personas
con amor puro y sublime, o de sacrificio y abnegación, cierto es que los
escritores pocas veces se han detenido en elogiar las bondades de la naturaleza
maternal —en ese sentido la figura paternal ha sido menos maltratada—, la
mayoría de veces los libros de ficción se esmeran en retratarlas como personas
celosas y posesivas, egoístas y manipuladoras, para quienes sus retoños si no
son un estorbo, son los medios para alcanzar sus más caras ambiciones. No es un
secreto que para los lectores el mal es más atractivo que el bien y esbozar un
perfil de madre que va contra los estereotipos propios de su condición resultan
más interesantes.
En los trágicos autores de la Grecia Clásica encontramos madres para
todos los gustos. En Las Troyanas
Eurípides describe el sufrimiento de diversas mujeres tras la destrucción de
Ilión y la muerte de sus esposos, hijos y hermanos. La reina Hécuba, viuda de
Príamo, soporta además que su hija Casandra se convierta en trofeo de guerra
del victorioso Agamenón y Andrómaca, la viuda de Héctor. Se ve obligada a entregar
a su hijo menor a los griegos, quienes lo asesinan temerosos de una futura
venganza. El mismo Eurípides en Medea,
retrata a una progenitora irracional quien a verse ultrajada por Jason, el
hombre al que ama, asesina a sus propios hijos en venganza. Este argumento
luego sería plagiado por Ricardo Palma para dar a luz a una de sus más cruentas
tradiciones.
Sófocles en Edipo Rey nos
muestra a Yocasta como la madre objeto del deseo, puesto que su hijo —sin
saberlo— termina casándose con ella. En Electra,
del mismo autor, Clitemnestra —hermana de Helena— asesina a su esposo Agamenón
tras su regreso de Troya por haber ofrecido en holocausto a su hija Ifigenia y
también por llegar con concubina (Casandra) y también para quedarse con su
trono para compartirlo con su amante Egisto. Posiblemente Shakespeare si
inspiraría en ella para concebir a Gertrudis, la madre de Hamlet (como que la revanchista
reina Tamora de Titus Andronicus
también se parece un poquitín a Medea).
‘Madres’ más contemporáneas y no por eso menos tiranas, tenemos a la
Bernarda Alba de Federico García Lorca, quien al quedarse viuda, su rigurosidad
y cruel interpretación de las normas sociales de la España de principios del
siglo XX desencadenará la infelicidad de sus cinco hijas. Bertold Brecht por su
parte con Anna Fierling de Madre Coraje
nos muestra como se subvierten su escala de valores a consecuencia de la
guerra, al punto de considerar más importante los negocios que la supervivencia
de su progenie.
Tenemos también a las madres que reniegan de la maternidad y se
desprenden de sus vástagos. Nora en Casa
de Muñecas de Henrik Ibsen y Doña Bárbara de la novela homónima de Rómulo
Gallegos. La primera deja al marido e hijos como una forma de escape y la
segunda quien pare a una hija que desprecia y se la entrega al varón que la
preñó. Ana Karenina de Leon Tolstoi y Madame Bovary de Gustave Flaubert son más
frívolas y abandonan a sus crías por un mal amor o por disfrutar de placeres no
propios de damas de sociedad.
Mamá ‘buena’ y sacrificada —y muy conveniente para el socialismo
soviético— la encontramos en Pelagia de La
Madre (Máximo Gorki), la señora proletaria que luchará junto con su hijo Pavel
por los derechos de los trabajadores. Otra mamita buena es la que aparece en la
novela biográfica de Teresa de la Parra Memorias
de Mamá Blanca (novela que leí en mi niñez) donde la autora nos entrega un
relato cándido de la vida de su progenitora en la hacienda Piedra Azul junto a
su padre y cinco hermanas.
La literatura peruana no es muy prolija en personajes maternales. Se
me ocurre el cuento Más allá de la vida y
la muerte de César Vallejo —quien amó mucho a su viejita y le sacudió su
pérdida— al punto de dedicarle un cuento donde acude a su villa natal en la que su progenitora ha muerto hace años, pero al llegar es ella quien lo
recibe sorprendida diciéndole que quien lleva muerto buen tiempo es el propio
autor por lo que rompe a reírse con todas sus fuerzas.
Cierro la recopilación con las madres putativas, las que no
engendraron pero criaron a los críos ajenos con singular abnegación. La tía
Tula de la novela homónima de Unamuno quien cuida como propios a los hijos de
su hermana (y no cede a la pasión que siente por el viudo de ésta) y la tía
Tita de Como agua para chocolate
(Laura Esquivel) donde para liberar a su sobrina del destino que ella le tocó
sufrir —de quedarse soltera para servirle de compañía a la bruja de su madre—
decide, gracias a sus virtudes culinarias, despacharse a su propia hermana haciéndole sufrir severas flatulencias.
1 comentarios:
ja! y no era para menos: tita tiene que consentir en que la hermana se case con su novio, que vivan en la misma casa y luego tiene que alimentarlos de por vida, pues la jode convirtiendola en vieja pedorra y al final la mata
las cocineras somos bravas, carajo! no se metan con nosotras porque podemos convertirlos en pedorros, caca sueltas o los matamos! jajajaja
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